La Vanguardia (1ª edición)

‘Hayya Hayya’

- Mar Poyato Hayya, hayya.

Me costó hacer la maleta. Y no por miedo a viajar a Qatar, aunque me habían llegado referencia­s de todo tipo, sino por lo complicado que me resultaba pensar en lo que podía o no llevar una mujer. “Es verano”, pensé. Así que me fui a buscar los vestidos, largos hasta los pies, hasta que me di cuenta de que son de tirantes y lo de enseñar los hombros, según la ley islámica, no está bien. Después de tener la maleta hecha, mi preocupaci­ón era la documentac­ión: el pasaporte y la Hayya, el visado que te permite entrar al país y que tardé algunos días en conseguir. Tuve que comprar una entrada para ver un partido del Mundial. Si no, era imposible entrar en Qatar. Bien, con todo listo, era hora de emprender la aventura. Y para mi sorpresa, desde el momento en que embarqué en el aeropuerto de El Prat y hasta mi llegada a Doha, todo fue como una seda. Me sorprendió incluso que, al llegar a Qatar, no me pidieran la Hayya. Tan solo me revisaron el pasaporte y lo hicieron, por cierto, unas mujeres con abaya, a las cuales les hizo gracia el documento. Me dijeron que les gustaban esas páginas llenas de dibujos. En la terminal todo era una gran bienvenida. Qatar recibe a los huéspedes con los brazos abiertos, al menos eso es lo que intentan hacerte creer.

El momento de coger un taxi para ir al hotel fue clave para que empezara a entender el papel que juegan las mujeres en

MIN%TO 91 este país. Iba con mi compañero de Deportes y fui yo quien dio las instruccio­nes al taxista, un señor mayor que no hablaba inglés y que poco había conducido por Doha. Tuvo que hacer algunas consultas a un colega y entre los dos, decidieron pasar de mí y hablar directamen­te con mi compañero. “No te sulfures. Esto no ha hecho más que empezar”, pensé. Después de varias vueltas, conseguimo­s llegar al hotel y entré sola en recepción. El personal se mostró algo sorprendid­o por el hecho de que no llevara ningún acompañant­e. Incluso al ir a desayunar al día siguiente, me preguntaro­n si estaba alojada con un tal Mr. del cual no recuerdo ni el apellido.

Y llegó la hora de salir a la calle. Rodillas y hombros tapados, escote discretísi­mo y ninguna pieza de ropa que marque el cuerpo de forma exagerada. Por favor, ¡sería un escándalo! Eso sí, la cara y el pelo completame­nte al descubiert­o. Y nadie, absolutame­nte nadie, te dice nada por ir sin el pañuelo. Pasear por Doha tiene su encanto. Es una ciudad donde todo es enorme: edificios altísimos, de formas imposibles, excentrici­dad, lujo y Mundial, mucho Mundial por todas partes. Todo ello sin dejar de lado el pilar fundamenta­l que rige el Gobierno absolutist­a del país: el islam. La religión está presente en todos lados. El Corán en cualquier cajón, alfombras para rezar, espacios dedicados al culto y constantes llamadas a la oración que resuenan en las calles procedente­s de las distintas mezquitas que hay en la ciudad.

Una oración que, durante estos días, se mezcla con los himnos del Mundial, que suenan en bucle y llegan a aburrir al personal. Es imposible vivir aislada del mundo del fútbol. Porque Qatar vive por y para el Mundial. Vive para dar su mejor imagen. Vive para que todo el mundo crea que el emirato es un lugar acogedor e inclusivo. No se admiten críticas, nadie quiere polémicas y Doha quiere dar su mejor imagen. El mensaje que se repite, una y otra vez, es siempre el mismo:

Welcome to Qatar.

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