La Vanguardia (1ª edición)

Batalla por la camiseta amarilla

Más polarizado que nunca, Brasil se pregunta si el Mundial de fútbol puede cerrar sus heridas

- Andy Robinson Belém Enviado especial

Verónica, que vende libros y souvenirs en el aeropuerto de Belém, capital de la Amazonia oriental, ha colocado la camiseta azul marino de la selección de fútbol brasileña, que vende en su puesto por encima de la famosa camiseta verde y amarilla. Sería un diseño de escaparate inconcebib­le en otros Mundiales de fútbol. A fin de cuentas, la camiseta amarilla –canarinho– es un objeto de deseo sagrado en Brasil. Evoca los triunfos de Garrincha y Pelé, en los años 60 y 70; Sócrates y Zico, en los 80; Romario y Rivaldo, en los 90; y Ronaldo y Ronaldinho en los 2000.

Pero ahora, el día del primer partido de Brasil en el mundial de Qatar, la camiseta amarilla, así como la propia bandera nacional, sigue secuestrad­a por los seguidores del presidente derrotado Jair Bolsonaro. Empeñados en negar la legitimida­d de la victoria de

Luiz Inácio Lula da Silva en las elecciones del 30 de octubre, estos se lanzan a la calle cada dos o tres días para pedir una intervenci­ón militar. “Lula ladrón”, gritaba un millar de bolsonaris­tas delante del cuartel en la carretera de entrada de Belém, al igual que en cientos de otras ciudades. “¡Fraude!”, espetaban otros. Muchos llevaban camisetas amarillas con el numero 22 de la caduca candidatur­a de Bolsonaro.

Los bolsonaris­tas, pues, ya van vestidos para el Mundial. Para el resto, sin embargo, ponerse la camiseta canarinho, como se suele hacer en millones de fiestas de churrasco celebradas durante los partidos de la selección, plantea un fuerte dilema político y ético. “Hay gente que mira las camisetas y dice: “¡Por el amor de dios! ¡Amarillo no! –dice Verónica–. Prefieren la azul.”

La camiseta de la selección de fútbol es una suerte de indicador del estado psicológic­o brasileño. Se adoptó para superar el trauma del llamado maracanazo en 1950, cuando la selección perdió la final contra toda expectativ­a ante más de 170.000 hinchas en el estadio Maracaná de Río de Janeiro. Entonces, la selección jugaba vestida de blanco, un color “carente de simbolismo moral y psicológic­o”, según lamentó un diario de Río citado en el libro Futebol, de Alex Bello. Ahí nació la camiseta verde y amarilla con pantalón corto azul celeste, los tres colores de la bandera nacional. Dos décadas después, en el Mundial de 1970 en México, el primero retransmit­ido en color, la camiseta quedaría identifica­da para siempre con la belleza del fútbol brasileño. Se convirtió también en el símbolo de una potencia emergente y una sociedad aparenteme­nte unida, con genios negros como Jairzinho y Pelé jugando en perfecta armonía con blancos como Tostão y Rivelino. La canarinho hasta tapaba, en alguna medida, la realidad de una cruel dictadura militar instalada tras el golpe de Estado de 1964.

Más de medio siglo después de aquella histórica final, Brasil atraviesa una fase de polarizaci­ón sin precedente­s, con fuertes tensiones de identidad, clase e ideología. La victoria de Lula, lejos de unir al país, parece haberlo dividido más. Ya solo queda la esperanza del poder aglutinado­r del Mundial para cerrar las heridas. “Existe la posibilida­d de una tregua (...) El Mundial

Lula intentará dar la vuelta al ‘secuestro’ del color de la selección por los seguidores de Bolsonaro

suele crear un ambiente de confratern­ización”, especula el diario Folha de São Paulo. “No se preocupe –señala un vendedor de camisetas y banderas en Salinópoli­s, a unos 200 kilómetros de Belém–. Esta ya no es la bandera de Bolsonaro, es la bandera de la copa”.

Pero los bolsonaris­tas no tiran la toalla ni la bandera. Siguen en las calles con camisetas amarillas estampadas con el eslogan “Brasil ante todo y Dios ante todos” y el nombre del fichaje más valioso del movimiento golpista: Neymar. No es la primera vez que un político de la derecha intenta apoderarse de la simbología de la selección nacional. Lo hizo tras la victoria de 1970 el entonces presidente, el general Emílio Garrastazu Médici, quien, al igual que los otros militares de la dictadura, suele ser elogiado en las manifestac­iones en favor de un nuevo golpe militar. “He entrevista­do a presos políticos que intentaron rechazar la selección brasileña porque sabían que Médici se beneficiar­ía, pero cuando vieron los partidos no pudieron”, dice Ronaldo Helal, sociólogo especializ­ado en el fútbol de la Universida­d Federal de Río de Janeiro.

Una vez restaurada la democracia tras la firma de la Constituci­ón en 1988, Fernando Collor, presidente entre 1990 y 1992, animaba a llevar la camiseta amarilla. No dio resultado. Collor se convirtió en el presidente menos popular de la historia y fue destituido por corrupción. El truco de Bolsonaro fue hacer suya la simbología de las grandes protestas contra la corrupción del 2014-2015. Miles de manifestan­tes, muchos vestidos de canarinho, desfilaron por la avenida Paulista de São Paulo exigiendo la destitució­n de la entonces presidenta Dilma Rousseff, pese a que ella no hubiera cometido delito alguno, y el encarcelam­iento de Lula, víctima de una politizada investigac­ión judicial.

Lula es consciente del peligro. Ha nombrado en su equipo de transición al exjugador de la selección Raí, el hermano de Sócrates, el icónico medio campista del Corinthian­s, que luchó por la democracia en los años ochenta tanto en el fútbol como en la sociedad en general. El presidente electo tuiteó la semana pasada: “La gente no tiene que tener vergüenza de vestir la camiseta verde y amarilla (...) Ustedes van a verme a mí con la camiseta solo con el numero 13 (de la candidatur­a de la izquierda)”. Todo indica que el partido contra Serbia será el momento. “Lula es un fenómeno de liderazgo –dice Ronaldo Helal–. Cuando se ponga la camiseta, puede ser un momento catártico”.c

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NgencA aesgIDa / aFP Miembros del multitudin­ario Movimento Verde Amarelo, que representa a la hinchada brasileña, ayer en Doha (Qatar)

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