La Vanguardia (1ª edición)

La mentira generacion­al

- Francesc-Marc Álvaro

Eso que llamamos una educación sentimenta­l –de mi generación o la que sea– no es ni educación ni sentimenta­l. Para ser preciso: no lo fue. Se trata de otra cosa. Hablo por mi experienci­a, claro está. ¿Por qué salgo ahora con esto? Anteayer falleció el cantautor cubano Pablo Milanés y ayer se cumplían cien años del nacimiento del escritor valenciano Joan Fuster. Dos muertos a los que uno quiere porque ya los quiso de vivos, porque amamos sus respectiva­s obras y eso –supongo– nos define. ¿Son Fuster y Milanés iconos generacion­ales? Sí y no. Más bien no, a mi modo de ver. Exploremos los fundamento­s de esa mal llamada educación sentimenta­l que, como he dicho, no existe.

Descubrí a Fuster no sé muy bien cuándo, diría que era el momento en que los libros del sabio de Sueca vivían un tiempo de barbecho. Me salté al Fuster más (explícitam­ente) político y descubrí el bisturí de un librepensa­dor que había convertido la literatura de ideas en mi lengua materna en arte mayor. Fuster enseña a escribir porque, en realidad, enseña a pensar, que es siempre pensar a la contra, por decirlo a su manera. Y pensamos porque las palabras que escribimos crean lo que no sabíamos que podíamos pensar antes de convertir la nebulosa en frases y párrafos.

Si aprendí de Josep Pla la importanci­a de un realismo inverso para dar con la plasticida­d de lo sugerido, el valenciano fue un modelo para troquelar conceptos

Lo que hemos vivido y lo que hemos soñado se funde en esa forma sintética de amor al arte llamada memoria

hasta ver los espacios de vacío que recorta la duda metódica. Ideas que chocan con ideas para crear una marea que desborda los lugares comunes. Ensayista a fuer de articulist­a (y viceversa), Fuster tenía además el sentido del interés general y el talento para el abordaje imprevisto. En una feria del libro de ocasión, en mis mocedades, compré la primera edición de Contra Unamuno y los demás (editado por Península en 1975 con cubierta de Jordi Fornas) y descubrí la elegancia con que el autor de Nosaltres, els valencians se ocupaba, desde La Vanguardia, Tele/eXpres y el madrileño Informacio­nes, del esperpento celtibéric­o que Franco multiplicó y que –misterios de la ciencia– ha llegado hasta nuestros días con todo lujo de detalles y caspa (hoy estilizada digitalmen­te).

¿Qué leíamos cuando fui abducido por la prosa cortante de Fuster? A Raymond Carver, Jay McInerney y J.G. Ballard, entre otros. Todo eso estaba ahí, con Quim Monzó como enganche a una modernidad descarada y sin necesidad de puente aéreo. ¿Era eso una panoplia generacion­al? Sería muy exagerado verlo así. Esas lecturas convivían, en mi caso, con la radio de El Loco de la Colina y algunos programas de TV3 que parecían de otro planeta, como Arsenal, que nos vacunaron –me parece– contra el mal gusto que llena las pantallas por doquier.

¿Fue todo eso una educación sentimenta­l compartida por muchos de los nacidos aquí a finales de los sesenta y primeros de los setenta? Lo dudo. Simplement­e fue lo que nos pasó, lo que cada uno viajó sin haber trazado mapas. Y Pablo Milanés apareció un día, porque antes habíamos aprendido las canciones de Luis Eduardo Aute, que se añadió a Lluís Llach, a Sisa, a Franco Battiato, al piano de Wim Mertens, a un Joan Manuel Serrat que nos llegó por vías literarias. Esas músicas eran y no eran de mi tiempo. El pop catalán de Duble Buble, antes de los himnos de Sopa de Cabra, y Dire Straits pinchado en la discoteca, y Lennon, que se hizo nuevo ante nosotros porque le pegaron un tiro mortal en Nueva York.

Milanés era un trovador icónico de nuestros hermanos mayores. Pero algo tenía que también nos podía interesar. Tardé un cuarto de siglo en entender Para vivir, canción redonda, casi perfecta, que pone el desamor en un yunque y le va dando forma hasta pulverizar­lo. No obstante, y para ser sincero, de los cubanos, uno sintoniza más con su amigo Silvio Rodríguez, cronista de un realismo lírico que va explotando en versos emboscados, oblicuos, subterráne­os. Milanés y los demás no nos educaron, simplement­e nos han acompañado, y siguen haciéndolo. Al margen de cotos generacion­ales, doctrinas y efemérides congeladas.

Me ha salido un artículo boomer, llévenme preso. Me ha salido un artículo progre pero alejado de la izquierda woke, espero. “Miro una pintura, y la veo como quiero”, sentenció Fuster para guiarnos. Lo que hemos vivido y lo que hemos soñado se funde en esa forma sintética de amor al arte llamada memoria. Confiamos nuestra salvación a los muertos que llevamos dentro.c

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BaBa garcía

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