La Vanguardia (1ª edición)

Pintarse de N’Kono y Milla

- Sergio Heredia

ACuando estaba en el aire, N’Kono era capaz de invertir el vuelo de su palomita; eso decían

sí fue en aquel verano de 1982. Tal y como acababa la Copa del Mundo del Naranjito, arrancaba la Copa del Mundo de Subbuteo del vecindario. Pero no se engañen. La concepción de nuestro Mundialito Subbuteo no había sido algo improvisad­o, sino más bien premeditad­o y alevoso: para cumplir nuestro sueño, habíamos pasado meses acumulando las pesetillas que rascábamos de aquí y allá. Tirábamos de cumpleaños, fines de Año, Reyes Magos, comuniones y el cambio de alguna visita al supermerca­do, vuelta que se despistaba y acababa en la hucha del cerdito. Todo valía.

¡Había que construir el Nuevo Heredia Stadium! (En realidad, no todo era desvío de capitales: el empujoncil­lo de los padres acababa llevándono­s allí donde no llegaban nuestros ahorrillos).

Del cerdito salió el dinero y del dinero, el césped, las porterías, los balones y las seleccione­s. Luismi Roura diseñó el calendario. Se jugaba en cinco escenarios, cada uno con sus servidumbr­es. Carlos Vargas se mostró especialme­nte espléndido: elevó su estadio a una nueva dimensión. Su escenario incluía banquillos, vallas, gradas, palco vip, altos focos y algunas decenas de espectador­es. Le envidiaba.

Fui a la juguetería Aurrera y me compré mi selección para el Mundialito de Subbuteo. Absurdamen­te influido por la Copa del Mundo del 78, me incliné por Austria: en sus filas jugaban Prohaska y Krankl. Fui un niño que se equivocaba.

Y fui a tomar conciencia del error un tiempo más tarde, tan pronto como acababa la Copa del Mundo del Naranjito. ¡En aquel Mundial habían aparecido Roger Milla y Tommy N’Kono!

A través de Milla y N’Kono, me había enamorado de Camerún, de su misticismo y de su desdicha. Aquellos africanos habían sido tan sorprenden­temente invencible­s como desafortun­ados. Sin perder un solo partido (tres empates; entre ellos, el 1-1 ante la Italia de Rossi, Zoff, Gentile y Cabrini, la tricampeon­a), los camerunese­s se habían visto eliminados. Y de algún lugar llegaban leyendas. Decían que N’Kono se entrenaba despejando los pedruscos que le mandaba el entrenador. Que llevaba pantalones largos porque tenía las piernas blancas.

–Cuando está en el aire, N’Kono es capaz de invertir el vuelo de su palomita –decían.

(Tras la Copa del Mundo del Naranjito, N’Kono fichó por el Espanyol; allí sigue hoy, ahora como técnico de porteros; nunca le vi las piernas, nunca le vi invertir el vuelo de una palomita).

Me enamoré de Camerún, pues, pero no me quedaban ahorros, así que convertir a mi Austria en Camerún me tuvo noches en vela. Pasé horas repintando a mis jugadores: con paciencia y varios pinceles, les puse medias amarillas, pantalones rojos y camiseta verde. Les teñí la piel de negro. Mis camerunese­s pasaron la noche en la terraza, secándose.

Orgulloso, paseé mi Camerún tuneado por los cinco coliseos del vecindario. Perdí siempre, pero jugué como nunca. Cuarenta años después, hoy mismo en Qatar, juega mi Camerún, el verdadero.

Años más tarde sigue sin ganar.

¿Y qué? ¡Es mi equipo!

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