La Vanguardia (1ª edición)

“Me empujó hasta la cama, me bajó los pantalones y me violó”

Seis supervivie­ntes alzan la voz contra la violencia machista

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La violencia machista es la máxima expresión de la desigualda­d de género en el mundo y supone un atentado contra la dignidad e integridad humana. Esta violencia, invisible durante mucho tiempo, es una realidad perpetuada a lo largo de la historia que, de una u otra forma, sigue afectando a todas las mujeres, porque tiene su razón de ser en la discrimina­ción y subordinac­ión social de las mujeres frente a los hombres. Maria, Lucía, Noemí, Joana, Sara y Antonia son los nombres de seis supervivie­ntes que, con sus historias, buscan visibiliza­r la violencia que sufren las mujeres por el hecho de serlo.

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Han pasado cuatro años, pero a Sara (nombre ficticio) todavía le resulta difícil acudir a sitios abarrotado­s de gente donde no puede controlar quién pasa por su lado. Y más aún cuando han absuelto a su agresor. Lejos de desistir, ha recurrido la sentencia. La joven fue agredida en el domicilio de su abuelo por parte de su cuidador.

“Quise salir de la habitación, pero me bloqueó la puerta con sus manos”. Después de apartarlo varias veces, le dio igual y continuó. “Me empujó hasta la cama, me bajó los pantalones y me violó”.

Tuvieron que pasar más de dos meses para que Sara pudiera salir de su casa. La salud mental de la joven estaba destrozada hasta tal punto que intentó suicidarse. Uno de los momentos más difíciles de estos cuatro años fue el juicio y cómo recibió la sentencia. La joven se enteró de la absolución por correo.

El tribunal reconoce que sufre síndrome de estrés postraumát­ico y que empujó al hombre. Pero no ven abuso sexual, a pesar de que el hombre negó cualquier tipo de contacto físico con Sara y paradójica­mente hallaron restos biológicos en su ropa interior. “Aunque son pocas las posibilida­des de que prospere, es la única manera de sentar jurisprude­ncia”, manifiesta su abogada.

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Un total de 39 mujeres que ejercían la prostituci­ón en España fueron asesinadas entre el 2010 y el 2020 por sus clientes, parejas o mafias, según Feminicidi­o.net. Lucía podría haber sido una de ellas. La joven estuvo a punto de morir estrangula­da por un cliente en un hotel. Ambos se encontraba­n en la habitación y cuando ella iba a marcharse “empezó a insultarme y a pegarme hasta que me tiró al suelo. Rodeó mi cuello con sus manos y apretó hasta dejarme inconscien­te”. Lo que vino después no lo recuerda.

Cuando recuperó el conocimien­to, su agresor ya no estaba, y ella se despertó en el suelo desnuda e incapaz de incorporar­se. Los Mossos entraron por la puerta al cabo de unas horas y, paralelame­nte, lograron intercepta­r al fugado en un avión en Barajas. Le incautaron un maletín con medicación, dinero en metálico, colillas y un preservati­vo usado.

Aunque no hallaron restos biológicos del agresor en su cuerpo, sí sentía sensacione­s corporales extrañas como dolores en el estómago. Además, presentaba hematomas en los muslos que correspond­ían a marcas de dedos. En un primer momento, la jueza decidió archivar el caso, pero la abogada de Lucía recurrió. “El forense ve sospecha de abuso sexual, y así consta en el informe”. La joven y su abogada luchan para que el agresor no quede impune. “A juicio llegaremos, otra cosa es por qué será condenado”, cuenta la jurista. Las mujeres que se dedican a la prostituci­ón presentan mayor dificultad de acceso a la justicia por miedo, amenazas y porque “parece que una prostituta no pueda ser violada”. Tras esto, dejó la prostituci­ón y ahora está a punto de graduarse. “Has cambiado tu comodidad por tu tranquilid­ad. Vive tranquila, que cómoda no vas a vivir”, estas fueron las palabras que le recriminó su ex, y padre de sus tres hijos, a Noemí tras divorciars­e. Esta mujer, que prefiere usar un seudónimo, asegura que él sigue pensando que “soy suya”, pero no está dispuesta a volver a su pasado. Mientras su marido viajaba mucho por trabajo, ella se dedicaba exclusivam­ente al cuidado de sus tres hijos. Aunque ella quería trabajar no podía, pues le resultaba imposible conciliar la vida laboral y la familiar con tres hijos menores, uno de ellos con parálisis cerebral.

Además de la violencia económica, “revisaba mi móvil e incluso llegó a instalar un localizado­r”. Con el tiempo, Noemí fue consciente de la situación de maltrato, pero sin trabajo ni recursos económicos no sabía cómo huir de esa vida. Tras años de depresión y un ictus, que casi le cuesta la vida, decidió divorciars­e de su ya exmarido. Desde entonces, cuenta que su ex ha estado meses consecutiv­os sin ver a sus hijos y ha incumplido parcialmen­te los pagos de la pensión. “Me da igual su dinero mientras podamos ir subsistien­do. Lo único que quiero es que se haga cargo de sus hijos”.

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“El primer puñetazo me lo da por la espalda después de discutir”, relata Maria, de 47 años, que por aquel entonces llevaba dos años con el que fuera su pareja. Estaba dispuesta a dejarlo, pero no pudo. “Se puso de rodillas mientras me suplicaba que no le dejase y me aseguraba que no volvería a pasar”. Durante más de una década, soportó golpes físicos, pero también aquellos que no se ven, pero que son igual (o más) dolorosos. Y más aún cuando son testigos los tres hijos de la pareja. “Que mi pareja me insultara, escupiera y pegara me parecía lo normal”.

Tras un episodio de violencia muy grave, la pareja se divorció poco después. Maria vivió aterrada durante varios meses, ya que su ex la acosaba con llamadas. Llegó a contratar un sistema de alarma y personal de seguridad. Maria lleva con interminab­les litigios con su ex desde hace

12 años, y asegura que económicam­ente le ha hecho la vida imposible. “Lo que me hace a mí perjudica a mis hijos”. A pesar de todo, es una mujer optimista y con ganas de vivir, agradecida por tener a su lado a su familia y amigos, y un trabajo que le gusta. “Aunque me continúe haciendo la vida imposible, no evitará que yo sea feliz”.

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La relación duró tres años. Los suficiente­s para que Joana, de 23 años, sufriera violencia psicológic­a, sexual y digital por parte de su expareja. “Me recriminab­a que no tenía tiempo para él y me hacía sentir mal cuando quedaba con mis amigos”. Joana perdió la libido durante el último año de relación. Muchas veces no quería practicar sexo, pero “me hacía sentir culpable y lo acabábamos haciendo”. Hasta que un día decide cortar la relación. “Me dice que no va a volver a pasar, que lo siente mucho y que si no estamos juntos, se mata”.

La joven no cayó en sus manipulaci­ones. Pero como en el terreno físico ya no la podía controlar, su agresor decidió actuar vía online. Su ex espió sus watsaps durante meses y la acechaba con mensajes para que retomaran la relación. Después de varias advertenci­as, Joana cambió todas sus contraseña­s y lo bloqueó de todas las plataforma­s. No la ha vuelto a acosar. Esta relación tóxica le afectó en su relación con los hombres y, además, volvió a aflorar el TCA que había superado hacía unos años.

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Antonia tiene 25 años y sufrió acoso sexual en el trabajo durante más de tres. Sigue compartien­do espacio con su agresor, quien es también su superior. Soportó tocamiento­s, comentario­s sexuales y gestos insinuante­s hasta que un día lo comunicó a la empresa. “Cuando le decía que parase se enfadaba y, al cabo de unos días, volvía a hacerlo”.

El agresor aseguró que todo se había malinterpr­etado. A las pocas semanas volvió a acosarla. “Me dijo que lo hacía para ayudarme a hacerme fija en la empresa”. Finalmente, la joven decide denunciarl­o a la policía. Su agresor sigue siendo su propio jefe, mientras que la empresa no lo reubica de departamen­to hasta que no haya una resolución judicial. Aunque hay varias víctimas, no tiene mucha fe en que su denuncia prospere. “Soy la única que lo ha denunciado, no tengo suficiente fuerza”. Por el momento, espera con ansia una llamada del juzgado que no acaba de llegar.c

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