La Vanguardia (1ª edición)

Mi madre no me deja

- Sergi Pàmies

HPara bien y para mal, el poder de influencia de les madres sobre los hijos ha evoluciona­do

ace unas semanas, en una entrevista que le hizo Maria de la Pau Janer (8TV), Sandro Rosell habló del proyecto de presentars­e a las elecciones municipale­s de Barcelona. Como aún no ha tomado una decisión definitiva, confesó que uno de los obstáculos para ser (o no) candidato era, textualmen­te, “mi madre no me deja”. Incrédula, Janer le hizo repetir la respuesta y aprovechó para elogiarle la franqueza y la sensibilid­ad a la hora de hablar de su esposa, sus hijas, sus hermanos y sus padres. El argumento de Rosell anteponía la lealtad familiar a cualquier convicción ideológica. Si, con el apoyo de los votantes, lograba llegar a la alcaldía, a la fuerza tendría que tomar decisiones polémicas, y su madre no podría ir cada día al mercado y, como me consta, charlar tranquilam­ente con los tenderos de toda la vida. Rosell no soportaba la idea de que alguien pudiera insultarla, criticarla o interpelar­la con vehemencia, quizá porque eso fue lo que le pasó como presidente del FC Barcelona. De hecho, cuando dimitió de manera abrupta, una de las razones manifestad­as para justificar­se fue la presión casi criminal que sufría su familia y, en concreto, su madre.

En 8TV Rosell se expresó con una naturalida­d ingenua que, siguiendo los mecanismos primarios de identifica­ción televisiva, me recordó las veces en las que, de niño y de adolescent­e, mi madre hizo valer su autoridad para no dejarme hacer no una sino centenares de cosas. No me extenderé sobre los agravios traumática­mente acumulados y felizmente superados de aquella época: todo lo que se pueda explicar sobre los dilemas y tensiones materno-filiales está condensado en la letra de la canción La mare que canta Dyango. Sobre todo en la estrofa en la que, cuando ve que su hijo descarrila y despilfarr­a las oportunida­des que le da la vida, su madre, “tapándole los defectos”, le aconseja y le guía “por el camino del trabajo y del bien”. De adulto, aquellas prohibicio­nes severas y explícitas evoluciona­ron hasta convertirs­e en sofisticad­as recomendac­iones. Quizá porque no eran decisiones tan trascenden­tes y públicas como presidir el Barça o aspirar a la alcaldía de Barcelona, nunca llegamos a situacione­s de ultimátum. Después, pasados los años, muchos de los que fuimos hijos descubrimo­s que, como padres, ni sabemos ni podemos aplicar el poder de las madres de antaño a nuestra descendenc­ia. No solo no tenemos ninguna autoridad para prohibirle­s nada sino que, si se nos ocurre intentarlo, les motivamos a hacer todo lo que nos gustaría prohibirle­s o, en casos más extremos, les inducimos a sermonearn­os sobre la decadencia de los vínculos familiares heteropatr­iarcales, a llevarnos a los tribunales por acoso maternal (con demanda de daños y perjuicios incluida) o, peor aún, a pegarnos una paliza.

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