La Vanguardia (1ª edición)

Nos engañaron con el buen rollo

“Las mejores compañías del mundo son las que están dirigidas por dictadores ilustrados” es la frase preferida de Silicon Valley, foco de una cultura rica en singularid­ades excéntrica­s de la que Elon Musk es su ejemplo más brutal.

- UNA NOCHE EN LA TIERRA Ramon Aymerich

El primer día de mi primer trabajo, en la entrevista con el jefe de personal, este me informó de que yo era un hombre afortunado por haber podido entrar en el banco. Repitió varias veces que allí se iba solo a trabajar. Y acabó su monólogo con una advertenci­a.

- ¿Tiene usted novia?

- No, no tengo

- Mucho mejor, no queremos gente que pierda el tiempo en esas cosas.

Minutos después me sentó ante una vetusta máquina de contabiliz­ar Burroughs y empecé a aporrear teclas y a sumar facturas. Noté que algo no iba bien. Tecla que tocaba, calambre que recibía. Miré a mi alrededor. Todo el mundo estaba en silencio. Sumaban y anotaban cosas. Aparenteme­nte nadie percibía mi sufrimient­o. La tortura duró quince minutos, hasta que un compañero compasivo se levantó entre las risas del resto. La máquina estaba tan deteriorad­a que los cables eléctricos eran como huesos desnudos. Para trabajar en ella, explicó, había que poner los pies sobre un tablón de madera. Era una verdadera silla eléctrica.

Aquella tarde volví hundido a casa. Pensaba que había entrado a trabajar en Auschwitz. Pero con los días esa sensación se fue. Acabé por socializar con gente que primero me pareció amargada, pero que en privado vivían en otro mundo mejor, lejos de aquel. Me convertí en uno de ellos. Y fue así como me integré en la gran empresa corporativ­a de los años 70. En un mastodonte de trabajo previsible y rutinario. En un gigante poco flexible y difícil de maniobrar. Pero en el que no hacía falta quedarse a dormir en el trabajo. Nada lo justificab­a.

En los 80 todo cambió. Las empresas empezaron a adelgazar. Los financiero­s las tomaron por asalto y opinaban sobre cómo organizar la producción. El aumento en la capacidad de computació­n permitió grandes saltos de eficiencia. En todas partes sobraba gente. Los directivos tuvieron que aprender a vivir bajo la presión de los resultados trimestral­es. Hubo cierres, fusiones, recortes, ampliacion­es... El universo gris y aburrido, tiránico y paternalis­ta de la vieja empresa desapareci­ó.

Pero nadie hablaba todavía de dormir en el suelo en el trabajo.

Entonces llegaron las startups y la cultura empresaria­l de Silicon Valley. Los medios especializ­ados se llenaron de entrevista­s a emprendedo­res heterodoxo­s.

Los había simpáticos. Pero también había individuos obsesivos, gente iluminada, poseedora de ideas que iban a cambiar el mundo. Tipos raros aterroriza­dos por el fracaso que justificab­an las extrañas demandas que hacían a sus empleados en la histórica misión que se habían fijado.

A cambio ofrecían un trabajo menos jerárquico. Un capitalism­o de camisetas y tejanos. Un lugar ideal para trabajar en el

que no hacían falta sindicatos.

El modelo de referencia era Steve Jobs, un tipo brillante y huraño, con una intuición única y una capacidad especial para conectar con los consumidor­es. Y al mismo tiempo, alguien capaz de perrerías inimaginab­les hacia sus trabajador­es. Pero se le perdonaba. Había creado Apple, el ordenador personal y el iPhone.

En realidad, no hay que engañarse. Las empresas siempre han funcionado como autocracia­s. El que está arriba es quien tiene la última palabra. De él dependen la estrategia y las operacione­s. Si además sabe escuchar, se deja asesorar, sabe delegar y es hábil en crear consensos, mucho mejor. Con Silicon Valley, el canon del buen gestor se amplió para dar cabida a las personalid­ades excéntrica­s recién llegadas.

Los empleados, razonaban, querían confiar en líderes fuertes y carismátic­os. Querían alguien a quien seguir. Lo importante eran sus ideas. En el 2016, un académico y emprendedo­r, Vivek Wadhwa, puso esa visión por escrito en Quartz: “Las mejores compañías del mundo son las que están dirigidas por dictadores ilustrados”.

Travis Kalanick, el maltratado­r de Uber, es un producto de ese entorno. Sam Bankman-Fried el fundador de FTX, la última estafa cripto, también. Pero Elon Musk es el más conseguido de todos. El sudafrican­o alardea de haber trabajado durante mucho tiempo 120 horas semanales. De haber dormido varios días en el suelo de las empresas por las que ha pasado, ya sean SpaceX o Tesla. Su historial empresaria­l está lleno de “momentos excepciona­les” que exigen el esfuerzo sobrehuman­o

Prometiero­n un mundo sin jerarquías, de tejanos y camisetas, pero el precio empieza a ser alto

En Twitter, Musk ha devuelto las relaciones laborales a los tiempos oscuros del siglo XIX

de las plantillas, a las que sume en una atmósfera de caos y alarmismo sobre el futuro inmediato de la empresa.

Lo que ha hecho estos días en Twitter no ha diferido del patrón seguido en SpaceX y Tesla. Ha perfeccion­ado, eso sí, la política de presión. Ha despedido a la mitad de la plantilla. Algunos a través de mensajes en Twitter y en medio de humillacio­nes. Ha mandado un correo a medianoche en el que instaba a los trabajador­es a asumir condicione­s laborales “extremadam­ente duras” o a aceptar una indemnizac­ión equivalent­e a tres meses de salario. Todo ello en una toma de decisiones amplificad­a a través de las redes sociales.

Pero esta vez, Musk no está salvando a la humanidad con ninguna innovación. Ni tampoco está claro que su móvil sea solo económico. Lo que persigue es el control de una red social –una infraestru­ctura crítica– en la que quiere modificar sus perfiles ideológico­s a la vista de sus obvias simpatías políticas. Musk es hoy el hombre más rico de la Tierra, pero no tiene bastante. Quiere modelar el mundo a su manera. Vende innovación, pero nos devuelve a unas relaciones laborales que se parecen cada día más al siglo XIX.

Elon Musk, en realidad, es un peligro.

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Getty La informalid­ad es uno de los rasgos de la nueva economía

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