‘L’arxiduc’ y la posverdad
Cuando Carme Riera publicó hace más de un lustro su magnífica novela L’arxiduc, el impacto que produjo en no pocos mallorquines su invención sobre la vida del tan icónico Luís Salvador de Austria-Toscana –al que convertía en espía al servicio del emperador Francisco José, su primo, además de en enamoradizo bisexual con ascendencia sobre sus súbditos– quedó perfectamente mitigado por el lirismo con el que la académica de las letras permitía al noble expresarse en unas supuestas memorias proclives a la posverdad.
En la novela, el conocido como el archiduque hippy repasa su vida, remordimientos y pasiones, evocando su amor por Mallorca, cuya naturaleza y gentes ha estudiado a fondo... ¡Ah, Miramar! La idea que a posteriori tuvo Riera de convertir la fábula en una ópera sedujo sin remedio al compositor Antonio Parera Fons, y también al Gobierno de la Islas Baleares, que la produce con un presupuesto de 400.000 euros y la implicación de la Simfònica de Balears y el Cor del Teatre Principal. Este viernes tuvo lugar su estreno en el teatro de Palma, donde se habían dado cita las fuerzas vivas de la isla, comenzando por la presidenta del Govern, Francina Armengol.
Pero pese a sus tres horas de música con factura descriptivocinematográfica y una sublime es
critura para coros, el libreto de la propia Riera peca de plano. Centrada en la culpa y el deseo sexual, toda la ópera es una angustia freudiana que reduce al personaje –un benefactor para los isleños– a un ser más depravado que sensible. El montaje de Paco Azorín mantiene la atención en la primera parte, cuando el archiduque –el tenor David Alegret lo interpreta de joven y el barítono Jose Antonio López ya de mayor– lamenta no haber salvado a su sobrino Rodolfo, heredero del imperio, de ser asesinado por los propios por sus ideas aperturistas. E ídem con
el siguiente sucesor, Francisco Fernando, en Sarajevo, lo que desencadena la Gran Guerra. Pero la segunda parte, una prolongada y chabacana juerga libertina con un grouchesco Freud de por medio, reclama la buena voluntad del espectador y su indulgencia.
De ahí las reacciones dispares a la salida. “Yo no he venido aquí a que me impongan juicios de valor”, decía un entendido en ópera. A su lado, una mujer que no acostumbra a pisarla, calificaba el montaje de maravilloso, aunque echaba en falta “más melodía y un aria de la que poder disfrutar”.c