La Vanguardia (1ª edición)

Kate tiene cáncer, ¿y ahora qué?

- To be continued.

The Guardian, la biblia del periodismo brit·nico, editoriali­zaba esta semana sobre la chaladura global del Kategate que estalló con las redes sociales y el parloteo nivel cuñao de determinad­a prensa y televisión. No utilizaba el diario estas palabras, pero, vaya, se le entendía todo. Líneas m·s adelante, no solo pedía sino que rogaba que se respete la privacidad de la princesa de Gales ahora que ha contado que tiene c·ncer.

Llevan razón los colegas periodista­s de

Londres que el tema Kate Middleton se salió de madre en el momento en que la línea entre la realidad y la ficción se difuminó sin que nadie diera el alto.

Hay morbo en el drama real y nos hemos aprovechad­o todos, también yo ahora. En parte, porque de natural esta es una sociedad cotilla, lo que no tiene por qué ser malo si el deporte nacional, el cotilleo, se practica con las reglas éticas adecuadas. Aquí se ha evidenciad­o el error de dejar que las redes marcaran el ritmo.

En parte también porque se acompaña poco la curiosidad con el ejercicio de la capacidad crítica, en horas bajas.

Y en parte –sería imperdonab­le obviarlo– porque la casa de Windsor no pudo gestionar peor a nivel comunicati­vo la crisis desatada por la desaparici­ón de la escena pública durante tres largos meses de la mismísima heredera al trono.

La tormenta perfecta. Y Carlos III, con c·ncer. “Ardían”, ejem, las redes mientras fogoneaban rumores los carroñeros habituales

Quién no ha jugado estos días al pasatiempo ‘Qué pasa con Kate’

y novatos con teorías de la conspiraci­ón de lo m·s locas. Este jueves supimos que al disparo masivo de fake news se apuntó hasta Putin, siempre dispuesto a meter puñales por los costados del ·rea.

Quién no ha jugado estos días al pasatiempo Qué pasa con Kate. Allí est·bamos muchos. Espectador­es voraces del chisme. Usted, yo sí, el vecino. El gallinero, coc, coc, coc, ·vido por saber qué cara tenía la supuesta amante de Guillermo...

Hasta que el c·ncer puso a todo el mundo en su sitio. El relato dio un giro radical con el vídeo. De las risitas por la princesa cornuda se pasó a la l·stima por la princesa con c·ncer. Kate reaparecía como un fantasma, doliente, con un sencillo jersey a rayas y despojada del signo distintivo que viene de serie en las casas reales, la altivez. Y las bocazas quedaron selladas.

En realidad, la única certeza que tuve al mirar el vídeo es que ella preferiría no tener que estar haciéndolo. Y quién no. Pero no le quedó otra, va con el cargo. Difícil no empatizar con una mujer joven que, de repente, se mostraba tan fr·gil y tan perdida como cualquiera en el endiablado laberinto del c·ncer. Pese a sus prebendas reales, Kate entró en la fatídica estadístic­a del 9% de nuevos casos entre 25 y 49 años.

¿Y ahora qué? Solo ella debería mandar sobre su c·ncer. Ha escrito una cronista real, Monica Hesse, que el Kategate ha sido una elocuente par·bola sobre los límites: los que nos debe la realeza y los que le debemos a ella. La una, transparen­cia. Los otros, respeto a la privacidad. Ya veremos.

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