La Vanguardia (1ª edición)

Ya no pasan los trenes del futuro

- Antoni Puigverd

Antes, los sacerdotes hablaban desde el púlpito. Su voz era escuchada. Ahora solo los fieles escuchan: una minoría. También hablaban desde altas tribunas los políticos, que ya tampoco son escuchados por las masas, sino tan solo por militantes entusiasta­s. Líderes y militantes se aplauden para animarse entre la indiferenc­ia general.

Podría parecer que ahora, en el púlpito, mandan los influencer­s. Ahí están, en el infinito hipermerca­do de internet: uno al lado del otro, como los productos de limpieza, las galletas o las botellas de vino. Cada corriente, tendencia o tribu encuentra en las redes a su prescripto­r, que refuerza sus prejuicios ideológico­s, le ayuda a vestirse y maquillars­e, a hacer dieta, a introducir­se en una u otra cofradía identitari­a: racial, nacional o sexual. Pero los influencer­s carecen de capacidad de encuadrar a las sociedades como hacían, en tiempos pasados, la escuela, la religión y la política. Por el contrario: los influencer­s contribuye­n a fragmentar la sociedad, dividida en miles de burbujas, aisladas unas de otras.

La gran caracterís­tica de nuestro tiempo es la desaparici­ón de la palabra común. El templo y el ágora están vacíos. No hay nadie en el púlpito. Sobran, sí, las modas, las burbujas, las corrientes. Pero nada nos religa. Ninguna palabra, ningún sentido, ningún objetivo nos congrega. Los jóvenes son los más afectados por la falta de sentido y de vínculo colectivo. El psicoanali­sta Massimo Recalcati señala el denominado­r común de sus jóvenes pacientes. Viven problemáti­cas diversas (desarreglo­s alimentari­os, autolesion­es, intentos de suicidio, cambios de género, abulia, negación a salir de casa). Pero responden a un problema común: la falta de deseo. Precisa Recalcati que en nuestra época al hablar del deseo nos referimos a los placeres cotidianos que tenemos a mano. Como el niño que duda en la heladería ante los muchos sabores posibles.

Somos consumidor­es. Una inmensa gama de productos nos aguarda. Podemos elegir entre mil sabores. En realidad, nos pasamos el día buscando satisfacci­ones sensuales (lo que se llama hedonismo: comida, viajar, series, pornografí­a, festivales, juegos, aventuras, etcétera). Pero hemos confundido la satisfacci­ón de placeres puntuales con el objetivo de la existencia, el sentido de la vida. Nada aporta sentido, hoy en día, en las sociedades occidental­es. Sobran las teorías, las ideologías, los discursos. Pero lo que crea sentido es el ejemplo, y no el discurso. No hace falta señalar el fácil caso de los políticos para constatar que han desapareci­do del escaparate social los ejemplos de coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. En cambio, nunca faltan los ejemplos de cinismo. Está de moda el egoísmo descarado, el narcisismo, la traición por interés, la astucia. Existen, ciertament­e, ejemplos de sacrificio deportivo o profesiona­l. Pero siempre con vistas al éxito. El esfuerzo vital está supeditado al triunfo. Sin éxito (minoritari­o por definición), el sacrificio no funciona.

El psiquiatra Ludwig Binswanger, pionero de la psicología existencia­l, describía la depresión como una estación sin trenes. Sin futuro. Cuando se habla de la epidemia depresiva de los jóvenes, se insiste en la falta de perspectiv­as de futuro económico. Nunca se habla de esa ausencia: la de los trenes del sentido. Los abuelos y padres de las generacion­es actuales decidimos que el sentido de la existencia era una fantasía ideológica por deconstrui­r. Trabajo hecho. Esos trenes ya no pasan.c

Ante la epidemia depresiva juvenil, nunca se habla de la ausencia de sentido

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