La deriva venezolana
DESDE que el chavismo venezolano ha ido exacerbando el ejercicio extremo de la hegemonía política, con sus consecuentes ribetes autoritarios, el régimen se ha visto cuestionado dentro y fuera cada día más, hasta el punto de haberse convertido en un Estado casi aislado. Esta deriva de tonos claramente dictatoriales se ha acusado desde el 2015, cuando el Gobierno de Nicolás Maduro perdió las elecciones legislativas y la oposición reunida en torno a la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) exigió la convocatoria de un referéndum revocatorio, de acuerdo con la Constitución de 1999 de inspiración chavista, o bien la celebración de unas elecciones presidenciales.
Maduro eligió el arriesgado camino de convocar elecciones para una nueva Asamblea Constituyente, cuyo objetivo es echar del hemiciclo a la oposición y redactar una nueva Carta Magna que consolide al régimen y las ambiciones personales de Maduro, incluidos los programas para apretar las tuercas a la oposición en la Asamblea Nacional. Por supuesto, la iniciativa fue contestada en el Parlamento y en las calles, con más de un centenar de muertes, y el régimen mostró los primeros signos de división en su seno. Pero Maduro se mostró inflexible y el domingo pasado celebró las elecciones con la prevista victoria de su opción, incluido un pucherazo de más de un millón de votos y con una participación sorprendentemente baja que el régimen niega. El viernes, los nuevos diputados juraron sus cargos y el edificio del legislativo acoge de momento dos asambleas, hasta que las fuerzas armadas decidan actuar para retirar a los “no constituyentes”, que han decidido resistir al máximo.
Con el dominio de los poderes ejecutivo, judicial, militar y electoral que colapsa cualquier avance democrático de la oposición, el chavismo venezolano tiene el camino expedito. Con la nueva Constitución, además, dispondrá de armas legales que algunos le discuten, como la hasta ayer fiscal general –destituida por la nueva Asamblea Constituyente–, para actuar contra “la derecha traidora” y hacer frente a las “agresiones imperialistas”, según juraron los nuevos elegidos –algunos, por cierto, con menos de un millar de votos–.
Pero Maduro no lo tendrá tan fácil, a menos que su deriva le lleve definitivamente a convertirse en un epígono de la dictadura castrista –ahora que el régimen cubano se encuentra bajo mínimos– y a la que parece estar abocado. Porque enfrente no tiene sólo a la oposición de la MUD y a una parte del chavismo que teme la desnaturalización de la Constitución bolivariana de 1999, sino a una mayoría de gobiernos de su entorno, que no reconocen las elecciones del domingo, y a potencias que, como Estados Unidos y Europa, exigen a Caracas que no abandone los principios democráticos. O como el Vaticano, que ha actuado recientemente como intermediario entre el chavismo y la oposición, y que critica duramente el “fomento de la tensión” por parte del régimen y lamenta que “hipoteque el futuro”.
Un futuro que, de momento, es de lo más incierto. Las perspectivas de un arreglo negociado son inexistentes tras los fracasos de la Iglesia y de las iniciativas de expresidentes, como Rodríguez Zapatero. Pero si Maduro persiste en su actitud de borrar a la oposición, irá perdiendo efectivos en sus propias filas y le obligará a radicalizarse, lo que acentuará las deserciones en su campo. Por su parte, la oposición debe resistir unida tratando de rechazar cualquier provocación a la violencia, lo que hasta ahora ha logrado. Aunque no le será fácil, caer en ella significaría un desastre para Venezuela y para su propia supervivencia.