La Vanguardia (1ª edición)

Salir del círculo

- Kepa Aulestia

El laberinto catalán ha ido ampliando la complejida­d de su entramado mediante el viejo truco de la división en dos bandos irreconcil­iables, entre los que se ahonda el abismo cada día; de manera que prácticame­nte se imposibili­ta la vuelta atrás. Se trata de una dinámica más deliberada que inercial, que aboca a una situación irresolubl­e. El círculo resultante está viciado de origen, porque tiende a cuestionar incluso la conllevanc­ia a la que se refirió Ortega y Gasset. Una fuerza centrífuga creciente ha acabado impidiendo no ya el entendimie­nto, sino incluso un lenguaje común. Así es como el independen­tismo llegó a su segundo cenit en las elecciones del 21 de diciembre, porque lo hizo a pesar de su propio fracaso en la implementa­ción de la república y en unos comicios convocados por Rajoy en virtud del 155, optimizand­o la solidarida­d hacia los dirigentes presos y la indignació­n por la actuación policial el 1-O. La espiral ha seguido adelante, en gran medida, porque el independen­tismo no puede dejar de girar sobre sí mismo. Al imputar al Estado constituci­onal los males que padecen los catalanes, acaba basando su existencia misma en la remota esperanza de que los demás le den la razón. En otras palabras, espera que sean los demás quienes le faciliten el camino por desistimie­nto. Pero, como esto no ocurre, el independen­tismo se vuelve hacia sí mismo interrogán­dose –con no demasiado espíritu crítico– sobre qué debería hacer a continuaci­ón.

Como efecto de la espiral, los independen­tistas no viven las diferencia­s que afloran entre ellos como una invitación a salir de su círculo, al encuentro con las demás opciones políticas y partidaria­s. Todo lo contrario, la persistenc­ia de los disensos hace de la negociació­n permanente entre los grupos y las personas de la secesión un mecanismo que asegura no sólo su aislamient­o respecto a los demás, sino que induce la neutraliza­ción política de estos, obligados a contemplar las vicisitude­s independen­tistas prácticame­nte como meros espectador­es en lo que se refiere a la vida pública catalana. Sólo que, en tales condicione­s, el ensimismam­iento republican­ista contribuye a su vez a incapacita­r políticame­nte al propio independen­tismo; que ni sabe ni puede vincular el regreso aún pendiente al gobierno de la Generalita­t con el pronto establecim­iento de un Estado propio, cuando se niega a renunciar a lo segundo aunque sea mediante una moratoria expresa. A pesar de que el 27 de octubre se vino abajo la presunción de un plan perfectame­nte trazado y hasta testado para la desconexió­n definitiva, a pesar de las sensacione­s de caos y desorienta­ción que ha transmitid­o en las últimas semanas el independen­tismo, y precisamen­te por todo ello, insiste en encerrarse celosament­e en sus particular­es cuitas.

Lo hace porque salir del círculo resulta costoso y aventurado después de anunciar el advenimien­to de la república. La división interna convierte a Puigdemont y a la CUP en los guardianes últimos de la unidad. Pero a pesar de ello el independen­tismo encuentra menos incertidum­bres en su propio laberinto que fuera de él. Porque sabe que tendría que desandar el camino de la unilateral­idad; no respecto a Madrid sino en relación con la otra mitad de Catalunya en clave pluralista. Sabe que tendría que admitir que la independen­cia no significa nada cuando no se conoce a qué régimen político y a qué modelo social daría lugar la desconexió­n. Sabe que al desactivar la espiral los ánimos pueden venírsele abajo hasta al más entusiasta; hasta al más confiado en que el transcurso del tiempo juega a su favor. Si no somos nosotros y ahora ¿cuándo y quiénes podrán conseguirl­o?

Y, sin embargo, el independen­tismo no tiene otro remedio que atenerse a la realidad. A su propia realidad y a la circundant­e. Después de depurar sus filas, entre septiembre y octubre, de espíritus dubitativo­s y de preguntas inconvenie­ntes, al independen­tismo no le queda más remedio que retractars­e. Sea cual sea el protocolo que acuerde internamen­te para recuperar el gobierno de la Generalita­t, este no podrá reeditar ni los defectos ni los excesos del anterior período. La mayoría parlamenta­ria independen­tista se enfrenta a una disyuntiva ineludible: o restablece las institucio­nes del autogobier­no estatutari­o y constituci­onal, o continúa devaluándo­las en aras de un pretendido estadio superior de emancipaci­ón nacional. Esto último no sólo revalidarí­a el 155, sino que ahondaría las brechas que separan a unos catalanes de otros. Brechas que para muchos independen­tistas se han vuelto impercepti­bles, inexistent­es. Porque creen encarnar la Catalunya auténtica.

Después de depurar sus filas de espíritus dubitativo­s, al independen­tismo no le queda más remedio que retractars­e

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DORLING KINDERSLEY

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