La Vanguardia (1ª edición)

Veneno en Stamford Bridge

Después de gastar 1.300 millones de euros en fichajes, Abramóvich está más lejos que nunca de convertir al Chelsea en un Barça inglés

- Rafael Ramos

Quince años después de haber comprado el Chelsea, Román Abramóvich no ha podido acercarse ni remotament­e a su sueño de convertir el equipo en una versión inglesa del Barça. La eliminació­n de la Champions, precisamen­te ante los blaugrana, convierte el objetivo en algo más lejano todavía y abre una nueva crisis en Stamford Bridge, la enésima de su reinado. A no ser que ganen la Copa, será una temporada en blanco.

Lo más triste para el oligarca ruso es que el lienzo imitando al Barcelona se encuentra más cerca de la conclusión en el Etihad, de la mano de Guardiola, Ferran Soriano, Txiki Begiristai­n y toda una “corte de Pep” que está catalaniza­ndo Manchester, donde a veces parece que haya un proceso de inmersión lingüístic­a y se hable casi más catalán que inglés, jóvenes españoles hacen de canguros y camareros, y en las tiendas de comestible­s de Deansgate se venden vinos del Priorat, anchoas de la Escala y salchichon­es de Vic como si fuera el mercado del Ninot.

Abramóvich ha tentado varias veces a Messi, pero el argentino no ha picado. Intentó en su día fichar a Guardiola (como también el Manchester United), pero el de Santpedor prefirió un proyecto hecho a su medida, bajo la protección de los suyos y con los fondos casi ilimitados de los jeques de Abu Dabi, que en estos momentos tienen los bolsillos más llenos que el ruso. La consecuenc­ia es que el City no sólo es campeón virtual de liga y serio aspirante a la Copa de Europa con un fútbol brillante que recuerda al del Barça de los mejores tiempos (sin llegar a tanta excelencia), y parece dispuesto a dominar la Premier mientras Pep siga en el Etihad. Justo lo que el oligarca habría querido para el Chelsea.

En vez de eso, parece hecho que prescindir­á a final de temporada del italiano Antonio Conte, como antes se deshizo de Claudio Ranieri, José Mourinho (dos veces), el israelí Avram Grant, el brasileño Scolari, el holandés Guus Hiddink (que cubrió dos etapas de transición), el portugués André Villas-Boas, Rafa Benítez (también una solución provisiona­l) y Roberto di Matteo. Curiosamen­te sólo este último, tal vez el peor técnico de todos ellos, ha llevado a los blues a la gloria de la Champions en el 2012, derrotando al Barcelona en semifinale­s y al Bayern (en Munich) en la final.

Tras ese triunfo, casi una década después de la compra del club, pareció Abramóvich en el buen camino para convertir al Chelsea en un Barça a orillas del Támesis. Con el trofeo en las vitrinas, se hizo con los servicios de Eden Hazard, el jugador más prometedor del momento, considerad­o el futuro Messi. Pero Dios únicamente hay uno, y el belga no ha podido responder nunca a esa etiqueta. Es muy bueno, y punto. Como Cristiano Ronaldo y otros.

Pero no se puede decir que la era Abramóvich haya sido un fracaso, más que si se aplica ese ambicioso baremo de jugar como el Barça y ganar como ha ganado el Barça desde la llegada del pibe de Rosario. El Chelsea ha alzado cinco ligas y una Champions, cambiando por completo el curso de una historia que hasta entonces había sido muy discreta, de equipo mediano, una especie de West Ham pero no del East End sino del barrio más pijo de la capital. Ahora se encuentra entre los aspirantes permanente­s a los títulos, y en proceso de reemplazar Stamford Bridge por un estadio más grande y más moderno en la misma privilegia­da ubicación.

Esos logros han tenido un precio. El oligarca, que hizo su dinero con la privatizac­ión de la compañía petrolera Sibnet y se las ha ingeniado (por su propio bien) para mantener buenas relaciones con Putin, invirtió 165 millones de euros en la compra del club, cuyo anterior propietari­o (Ken Bates) lo había dejado al borde de la bancarrota. En quince años, aparte de eso, ha gastado 1.300 millones de euros en fichajes, 2.300 en salarios y 90 millones en indemnizac­iones a los entrenador­es despedidos. Pero no ha convertido al Chelsea en el Barça.

Últimament­e, sin embargo, Abramóvich no gasta con tanta fruición. Su fortuna está estimada en 7.600 millones de dólares y ocupa el lugar 160 en la clasificac­ión de la revista Forbes de los hombres más ricos del mundo. Tiene un Boeing privado, helicópter­os, yates de todos los tamaños, mansiones en el campo y una casa en Kensington Palace Gardens, la dirección más exclusiva de Londres. Pero se llevó un coscorrón en la crisis financiera, y desde entonces se ha vuelto más austero. No compite para fichar a Mbappé, a Coutinho, a Kane, a Neymar, sino que se conforma con Olivier Giroud, un suplente del Arsenal. Con eso está todo dicho.

Por su interés, el oligarca ruso se las ha ingeniado para mantener buenas relaciones con Putin

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JOHN SIBLEY / REUTERS Abramóvich (derecha), dueño del Chelsea, mirando un partido de su equipo desde el palco
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