La Vanguardia (Català-1ª edició)

Esperando la muerte

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Borges saludó al mozo y se sentó en su mesa habitual de la confitería Sant James de la calle Maipú.

Le sirvieron lo de costumbre y esperó hasta que María llegara para escribir lo que le iba rondando en su cabeza desde la conversaci­ón con Kafka en el cementerio de Zizkov.

María cruzó la puerta con su habitual elegancia, pero ante la ceguera del escritor y el trabajo de Remigio detrás de la barra, nadie pudo contemplar­la.

Borges, que ya conocía los pasos y el perfume de su ayudante, esperó sin impacienci­a el beso en la frente. Después le contó brevemente, pero con intensos detalles, su encuentro con el escritor checo.

María, mientras acomodaba su libreta y el bolígrafo y encendía la grabadora de cinta, lo escuchaba con interés. Ya no le sorprendía fantasía alguna, y que su jefe hubiera estado hablando con Kafka, muerto hacía años, y con el que había quedado en escribir un cuento con dos versiones diferentes, no la inmutó, aunque sí le divirtió la idea.

–Usted nunca me deja impasible –le dijo María.

–Y usted me alegra el día –le respondió.

Aunque la confitería de la calle Maipú comenzó a llenarse de clientes habituales y de un ruido apagado, todos sabían que cuando Borges estaba con María, nadie podía acercarse a saludarlo o a hablar con él.

–Cuando quiera empezamos –le dijo la ayudante.

Borges se quedó en silencio con la mirada en el infinito, mientras poco a poco iba dando cuenta del café con leche que tenía delante.

“Como todos los 18 de marzo desde hacía 15 años, y después de que una mujer le tirara las cartas del tarot en una esquina cerca del puente de Rialto en Venecia, Romualdo Antúnez salía de su casa sobre las doce menos diez de la noche, caminaba unas cuadras y con cierta tranquilid­ad se sentaba en el banco de la plaza Güemes.

A las doce menos tres minutos encendía el cigarro y a partir de las doce en punto del día señalado, esperaba la inevitable muerte, pese a que la hora correcta eran las once y treinta y seis de la mañana.

Quince años antes, cuando Antúnez salió de la pensión en Venecia, era incapaz de saber que le iban a pronostica­r el día y la hora de su muerte.

Como todas la mañanas, se levantaba sobre las siete aunque fuera domingo, se daba una ducha fría, pasaba por el bar de costumbre a tomar un capuchino con un panini de mortadela y caminaba por las orillas de los canales hasta la Plaza San Marco, donde vendía maíz a los turistas para que alimentara­n a las miles de palomas que campaban y ensuciaban a sus anchas.

Antúnez no se ganaba mal la vida y estaba orgulloso de tener una de las oficinas más bonitas del mundo, aunque de tanto en tanto se inundara.

La mañana de ese domingo soleado de otoño, presagiaba un buen día de ventas, y no se equivocó. Y como cada día bueno de ventas, Romualdo Antúnez se daba un pequeño capricho, y esa tarde noche volviendo a la pensión por el puente Rialto, se dijo que ya era hora de saber cuál sería su destino, aunque la incertidum­bre nunca le había quitado el sueño.

Ya había visto muchas veces a esa curiosa mujer que sentada en un taburete apoyaba su enjuto cuerpo encorvado contra un muro de piedra, y por delante tenía una pequeña mesa de madera sobre la que había una lámpara de queroseno, un mazo de cartas del tarot, una esfera transparen­te y un cartelito mal escrito a mano que rezaba ‘tu futuro por 5.000 liras’.

Aunque Antúnez fue con decisión a sentarse frente a la adivina, tuvo un momento de duda y se quedó observándo­la desde cierta distancia.

La mujer, que tenía la cabeza cubierta por un pañuelo negro, levantó la vista, lo miró a los ojos, y con el índice le hizo señas de que se acercara.

Esta vez sin dudarlo, se sentó frente a la vieja.

Estuvieron en silencio unos largos segundos hasta que ella le preguntó qué quería saber.

Era algo que Antúnez no había pensado. Volvió a dudar.

–Quisiera saber si mi futuro va a mejorar.

La mujer, que pareció encogerse de hombros, barajó las cartas y comenzó a darlas vuelta desplegánd­olas sobre la mesa. El loco, el ermitaño, la estrella y el colgado invertido quedaron expuestas boca arriba.

Romualdo Antúnez, se quedó mirando primero las cartas y luego la expresión de la mujer, satisfecho de que no hubiera salido la carta de la muerte.

–Hará un viaje a una tierra lejana, la fortuna en dinero no le sonreirá más de lo que le sonríe ahora, y amores... bahhhh –exclamó de forma despectiva la adivina.

Antúnez pensó que había tirado 5.000 liras. De todas formas, amablement­e le dio las gracias a la mujer y cuando se marchaba, la vieja, que había tirado otra carta, lo llamó. –Algo importante. Él pensó que al final le daría una buena noticia. –Dígame. –El diecinueve de marzo a las once y treinta y seis de la mañana usted va a morir.

En un primer momento Antúnez quedó petrificad­o, pero cuando pudo reaccionar, se sentó de nuevo.

–Usted lo dice para que siga aquí y le pague más.

La mujer lo miró con tristeza y ternura.

–No hombre, no quiero más dinero, pero mi código deontológi­co me obliga a decir estas cosas. Antúnez rió al oír esa frase. –Estamos en mayo, eso quiere decir que me queda un poco menos de un año de vida. ¿Y cómo voy a morir?

–No se cómo va a morir, pero tampoco puedo ver en qué año va a morir. Sólo veo el día y la hora.

–Ahora sí que me deja desconcert­ado.

La mujer se encogió de hombros, le agarró la mano y lo bendijo.

Pese a su confusión, incertidum­bre y algo de miedo, Antúnez le agradeció la sinceridad. Se levantó y casi como si su cuerpo no fuera suyo caminó durante horas sin rumbo por las orillas de los canales venecianos.

Horas más tarde entró en un bar y pidió una grappa.

Analizó la situación y decidió que eso no tenía sentido y que tal vez fuera una invención de la mujer para que pasara más seguido por su consulta callejera. Pero también recordó que le había dicho que no quería más dinero. Antúnez se angustió en un primer momento, pero después de un par de grappas, una pastilla para dormir y horas de sueño, se levantó sereno y con cierto pragmatism­o usó el proverbio árabe ‘será lo que tiene que se’.

El día que su avión estaba por aterrizar en el aeropuerto Internacio­nal Pistarini de Buenos Aires, recordó a la vieja: ‘Hará un viaje a tierras lejanas...’

Se estremeció en el asiento, pero volvió a recordar el proverbio árabe.

Si bien habían pasado más de 15 años desde que le tiraron las cartas en las calles de Venecia, no olvidaba ni la fecha, ni la hora, ni la costumbre de ir a una plaza a sentarse en un banco a esperar su muerte.

Hubo años en que había llevado libros, otros fumaba tranquilam­ente, pero la mayoría de las veces simplement­e miraba a la gente que pasaba mientras controlaba el reloj. Un minuto después de la hora señalada, suspiraba con alivio y sabía que podía disfrutar de un año más.

La adivina nunca supo cuando murió, pero a Anselmo Antúnez lo encontraro­n muerto un día soleado de marzo en un banco de la plaza Güemes sobre la una de la tarde. Estaba sonriendo, y en sus manos aun sostenía un libro de Kafka y un cigarro consumido”.

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