La Vanguardia (Català)

“ELTEATROES UNESPEJODE­LA IDIOSINCRA­SIA DEUNPAÍS”

“CADA VEZ QUE UN ESPECTADOR COMPRA UNA ENTRADA PARA EL TEATRO, ADQUIERE UN BILLETE PARA HACER UN VIAJE”

- Oriol Rodríguez

Ciudad industrial, dicen que Birmingham es una de las urbes más feas de Inglaterra.

Yo i ba con muchas ganas: una obra de Shakespear­e, en inglés, con actores ingleses y en Inglaterra; y, tan pronto me lo propusiero­n, dije inmediatam­ente que sí. Pero, cierto, había oído que era una ciudad muy fea y, teniendo en cuenta que tenía que vivir allí durante tres meses, fui con cierto temor. Más cuando, informándo­me un poco, me topé en internet con una entrevista a un prestigios­o periodista de viajes. Le preguntaba­n a qué ciudad no volvería jamás y, sin dudar, contestaba que a Birmingham [se ríe]. Recuerdo que decía: “No hay nada peor en el mundo que una tarde de domingo en Birmingham con lluvia”. Falso. Birmingham me sorprendió muchísimo. No sé cómo era antes, pero me encontré con una ciudad que habían restaurado por completo y que ahora reluce modernísim­a. Por sus canales, que antiguamen­te se usaban para conectar con barcazas las muchísimas fábricas que había, me recordó mucho a Ámsterdam.

Stratford-upon-Avon, el pueblo natal de Shakespear­e, está a escasos veinte minutos de Birmingham. Hombre de teatro e interpreta­ndo una obra suya... ¿lo visitó?

Desde Birmingham, a Stratfordu­pon-Avon se llega en un trenecillo que parece sacado de inicios del siglo XX. Los días en que finalizaba­n pronto los ensayos, lo cogía y para ahí que me iba. Es más, diría que el texto de

Forests me lo aprendí paseando por delante de la casa de Shakespear­e. Puede parecer una tontería y, ciertament­e, no sirve para nada, pues podría haberme aprendido el texto en la habitación de un hotel o en casa, pero, de alguna manera, pasear por el universo de Shakespear­e fue una inspiració­n. Y, posteriorm­ente, cuando interpreta­ba la obra, me venían a la mente imágenes de Stratford-upon-Avon, de esos edificios preciosos de estructura jacobina tan caracterís­ticos de aquella época. Por otro lado, a cuarenta minutos de Birmingham está Oxford, otra visita obligada.

Como Nueva York y Londres, donde viaja con frecuencia para descubrir nuevos espectácul­os teatrales.

Son mis dos ciudades de referencia. Desde los 16 ó 17 años que ejercen en mí una extraña fijación, pero es que son las dos capitales del mundo. Londres lo era, sobre todo, en 1960. Con 18 años me planté allí, en plena época del Swinging London, de los Beatles y los Rolling Stones, de Carnaby Street y de tantos otros tantos iconos pop. Y Nueva York, donde viajé por primera vez en el año 1973, es el actual epicentro del planeta. Efectivame­nte, suelo visitarlas por deformació­n profesiona­l, ya que son los dos grandes generadore­s de teatro, aunque tengo que reconocer que, hoy en día, el mejor teatro del mundo no se hace ni en Londres ni en Nueva York.

¿Dónde, si no?

Tal vez en Alemania y, más concretame­nte, en Berlín, donde se está llevando a cabo el teatro más arriesgado. Muchas veces hago locuras para ver un espectácul­o o a algún actor o actriz que quiero ver.

¿Cuál ha sido la mayor locura que ha hecho para ver una obra?

No fui muy lejos, a París. Tengo una especial fijación por un personaje, que no he hecho nunca y que, a estas alturas, ya no haré jamás, Cyrano de Bergerac. Creo que, a lo largo de mi vida, la habré visto en treinta o cuarenta montajes diferentes alrededor del mundo. Cada vez que un grandísimo actor hace un Cyrano en Broadway o donde sea, cojo un avión para verlo. No soy muy mitómano, pero, veinte años atrás, Jean-Paul Belmondo estaba haciendo el Cyrano en París, algo extraordin­ario, porque Belmondo no hacía casi nunca teatro. La última función era un domingo por la tarde, y yo, que estaba con un espectácul­o en Barcelona, por casualidad tenía libre aquel día. Encontré un billete en una pequeña línea aérea francesa que hacía Girona - Perpiñán - París. Llegué a París a la una del mediodía, fui corriendo al teatro, porque no tenía entrada, y, afortunada­mente, conseguí una para ver ese último Cyrano de Belmondo.

¿Se puede conocer un país a través de su tradición teatral?

¡Y tanto! Un país sin teatro es un país sin historia. El teatro es un espejo de la idiosincra­sia de un país o una cultura. Aun sin haber ido, seguro que sabemos muchas cosas de Rusia gracias a la obra de Tolstoi, Dostoyevsk­i y Chéjov.

¿El teatro es un viaje interior?

Sin ningún tipo de duda. Cada vez que un espectador compra una entrada para el teatro, adquiere un billete para hacer un viaje. Del mismo modo que, para los actores, interpreta­r también es un viaje. En la construcci­ón de ese personaje tienes que buscar en lo más profundo de tu ser, y viajar por toda tu biografía para encontrart­e aquellas experienci­as personales que están relacionad­as con la trama de la historia.

Y viajes exteriores, ¿cuál le queda por hacer?

Soy muy pesado con el tema, pero tengo un sueño que, por la edad que tengo, ya no creo que haga nunca realidad: instalarme dos años en Nueva York. He estado infinidad de veces, más de cuarenta, y nunca menos de quince días, pero vivir allí sería extraordin­ario. Podría hacerlo, pero significar­ía renunciar a mi oficio. Es una ciudad que me entusiasma, porque, en realidad, son muchas ciudades en una misma. Una ciudad que nunca te cansa, porque está en continua renovación. Y, aunque es muy grande, se tiene que descubrir andando, haciendo rutas por sus diferentes barrios, que son absolutame­nte diferentes. Luego tengo otra debilidad respecto a Nueva York: sus hoteles. Los más importante­s de Nueva York los he visitado y he pernoctado en todos.

¿Cuál es su favorito?

Estuve en el Hotel Plaza antes de que se transforma­ra en un híbrido sin personalid­ad. Era fantástico. El Waldorf, por supuesto, es otro. El W también es maravillos­o. Pero, si hay un hotel de Nueva York que me tiene el corazón robado, es The Algonquin, en pleno corazón de Manhattan, el hotel literario de Nueva York por excelencia. Su restaurant­e fue la primera redacción de The New Yorker. Fueel hotel donde Or son Welles pasó su luna de miel con Rita Hayworth. El hotel donde los autores de My Fair Lady, Frederick Loewe y Alan Jay Lerner, se encerraron durante dos meses para escribir la obra… Y, así, muchas otras historias fascinante­s. Un hotel mágico que aún conserva ese espíritu de los años veinte y treinta.

El hall de un hotel bien podría compararse con un escenario de teatro.

Exacto. Una zona común con un constante ir y venir de personas, donde cada día pasan muchas cosas. Y, en contraposi­ción, coges el ascensor y te plantas en tu habitación, donde tienes toda la intimidad del mundo.

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© CARLES R.

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