3, 2, 1... descenso de barrancos en el Pirineo de Lleida
Si alguien piensa que en el Pirineo sólo hay cimas, que cierre los ojos, coja aire y expire lentamente. Y, al llegar, que descienda un barranco. Este rincón de la naturaleza esconde mucho más que montañas: aquí, las sensaciones están aseguradas
Son las nueve de una mañana soleada todavía no demasiado calurosa. A pesar de estar a las puertas del verano, el frescor de primera hora aún se nota, y lo agradecemos. Ya tendremos ocasión, más tarde, de desear que suba la temperatura. Después de un invierno generoso en nevadas, el deshielo y las lluvias de la primavera han alimentado ríos y barrancos en las comarcas del Pirineo. Sus gélidas aguas serán hoy los caminos por los que discurriremos. Una forma distinta de descubrir –y disfrutar– el Pirineo.
Caminanos cerca de media hora desde donde hemos dejado el coche hasta llegar al punto de partida de nuestra aventura. Iniciaremos el descenso, en esta ocasión, en el barranco de Sant Pere, en el Pallars Jussà.
CON EL PRIMER PASO AL VACÍO, EL NUDO EN EL ESTÓMAGO SE CONVIERTE EN UN TORRENTE DE PULSACIONES
Neopreno, casco, arnés y cuerdas. Todo calculado al milímetro. Incluso para los más temerosos, como yo, lo que parece una empresa casi imposible se convierte en una experiencia liberadora. Aunque el inevitable nudo en el estómago nos acompaña hasta el primer salto, pronto se convierte en un torrente de pulsaciones una vez damos el paso al vacío y los pies, seguidos del resto del cuerpo, se zambullen en el agua. Vamos acompañados de Lluís, que no sólo es nuestro guía. Es también la persona en la que debemos confiar, casi ciegamente. Él nos da
tranquilidad en los rápeles (un sistema de descensos verticales) con los que sorteamos desniveles imposibles de saltar. En las balsas que son suficientemente profundas para hacer el salto, nos dirá desde dónde saltar y dónde debemos apuntar. Y, casi más importante, nos aportará la suficiente confianza para hacerlo.
Pasado el primer examen, experimentamos saltos, toboganes caprichos de la erosión por los que nos dejamos caer con los brazos cruzados en el pecho, descensos en cuerda por verticales paredes en las que nunca parece que pueda tocar el sol, pasadizos de roca con los pies siempre en el agua... Uno tras otro, cada uno de los obstáculos se convierte en un nuevo reto a superar. Y los rebasamos ya que, de entre otras cosas, una vez empezado, no hay vuelta atrás.
A lo largo del recorrido, nos acompañan tanto el silencio, sólo roto por los gritos con sabor a adrenalina, como el eco del chapotear que sube entre los acantilados. En algunos tramos, éstos se levantan a la izquierda y, en otros, a la derecha, como si el agua quisiera escapar de su inevitable curso para unirse a los buitres que giran en las alturas.
Tres horas después, llegamos al final del recorrido con una sonrisa dibujada en la cara. Ojalá no se acabara aquí. O al menos, como si se tratara de una atracción de feria, pudiéramos comprar otro viaje y, sin hacer cola, repetir de nuevo.