La Vanguardia (Català)

San Sebastiá, un viaje con esencia

- Texto: Itziar Ortega Errasti

San Sebastián es una de esas ciudades que se te quedan fijas en la retina. Un lugar lleno de pequeños encantos que la convierten en una visita mágica, imprescind­ible. Situada en el entorno privilegia­do del golfo

de Vizcaya, Donostia, como así se conoce cooficialm­ente en euskera, goza de ser una de las urbes más románticas del mundo. Y no es de extrañar, puesto que la atmósfera que crea su gran protagonis­ta, la

Bahía de La Concha, la transforma en una postal digna de inmortaliz­ar. En ella, el mar baña la fina arena de la playa de La Concha y la de su vecina Ondarreta, además de albergar el pequeño margen de la Isla de Santa Clara. Al otro lado, en la playa de la Zurriola, los amantes del surf podrán desafiar la ola más grande.

Sin embargo, San Sebastián no son solo playas. Alrededor de éstas existe todo un universo digno de escudriñar. Así, no se puede dejar de caminar por el paseo que delimita la bahía de la ciudad, a lo largo del cual se extiende la icónica barandilla blanca de Donostia, una obra centenaria diseñada con motivo de la llegada de la reina Isabel II. Los más curiosos podrán dedicarse a buscar el único trozo que está puesto al revés, con la flor mirando hacia el mar.

En uno de los límites del paseo, y a los pies del Monte Igueldo, se halla otro punto indispensa­ble, el conjunto escultóric­o del Peine del

Viento, posiblemen­te una de las obras más renombrada­s de Eduardo Chillida. Desde su instalació­n en 1977, conjuga arte y paisaje en un lugar desde donde el Cantábrico embiste con braveza el acantilado.

A escasos metros podremos tomar el funicular más antiguo de Euskadi para subir al Igueldo, un desplazami­ento lleno de hechizo con el crujir de la madera y el traqueteo de un vagón que desde 1912 recorre la verde ladera. En la cima, donde se sitúa un coqueto parque de atraccione­s, una vieja montaña suiza recorre los contornos de la escarpadur­a. Desde allí podremos conseguir las mejores fotografía­s, gracias a unas espectacul­ares vistas panorámica­s. Aunque si lo que queremos es sacar instantáne­as desde otro ángulo, no tenemos más que caminar hasta el otro extremo del paseo, donde se alza el

Monte Urgull, coronado por la imponente escultura del Sagrado Corazón. Bordeando esta colina, que en el siglo XII sirvió como fortaleza militar, el Paseo Nuevo desafía la fuerza de las mareas, siendo popular por la espectacul­aridad de las olas

rompiendo contra su estructura. En él destacan la Construcci­ón Vacía, una escultura premiada en la Bienal de Sao Paulo, y el Aquarium, con un túnel acrílico de 360º rodeado de tiburones y peces manta.

UNA URBE DELICIOSA

En la base del Urgull se encuentra el puerto, donde el olor a marisco invadirá nuestras percepcion­es. Rodeados de barcos amarrados y vendedores de quisquilla­s podremos adentrarno­s al casco viejo, construido tras el incendio que devastó San Sebastián en 1813. Entre sus empedradas calles, los amantes de la comida encontrará­n su sitio en la gran variedad de tabernas que preparan los célebres pintxos, ideales para acompañar con un buen vaso de sidra o de txacolí. Uno de los más típicos: la Gilda, de aceituna, guindilla y anchoa.

Y es que Donostia destaca por gozar de una de las gastronomí­as más exquisitas del mundo. Son un total de nueve los restaurant­es distinguid­os por la Guía Michelín, dando cobijo a los fogones de chefs tan reconocido­s como Juan Mari Arzak, Pedro Subijana o Martín Berasategu­i. Pero por si algo despunta su cocina es por el uso de productos de

temporada, que los tenderos ofrecen directamen­te de su huerta en mercados como el de la Bretxa.

AIRES DE OTRA ÉPOCA

Muy cerca de allí, junto a los famosos jardines de Alderdi Eder y frente a un majestuoso tiovivo, se alza

el Ayuntamien­to, antigua sede del Gran Casino de San Sebastián. Con una localizaci­ón privilegia­da en plena Bahía de La Concha, sus caracterís­ticas constructi­vas reflejan la influencia que la Belle Époque desplegó en la ciudad después de que la reina María Cristina decidiese veranear allí. Aún podemos recorrer las calles imaginándo­nos a lo más alto de la sociedad reuniéndos­e en el balneario de La Perla, acudiendo al Teatro Victoria Eugenia o alojándose en el afamado Hotel Londres. El Palacio de Miramar también nos evocará a un tiempo pasado, pues fue allí donde se alojó la reina. Además, en sus alrededore­s respirarem­os la tranquilid­ad que evocan unos jardines con senderos de gravilla y parcelas

floridas descendien­tes hacia el mar. Aunque si lo que queremos no es imaginárno­slo, sino ver en directo a los personajes más distinguid­os del panorama social, solo tenemos que acercarnos al Hotel María Cristina. Influido también por la corriente de aquel período, cada año acoge a las estrellas del Festival Internacio­nal de Cine que pasan por el Auditorio Kursaal para recoger su Concha de Oro.

CULTURA Y TRADICIÓN

Que San Sebastián sea la sede anual de un certamen cinematogr­áfico tan notable, no hace más que poner de relieve su arraigado interés por la cultura. Gracias a eventos como este o al Festival Internacio­nal de Jazz, por el que han pasado artistas de la talla de Diana Krall o James Brown, la ciudad se ganó el reconocimi­ento de Capital europea de la Cultura 2016. Igualmente, con el fin de perpetuar sus tradicione­s, Donostia continúa celebrando fiestas como la Tamborrada, con la que cada 20 de enero celebra el día de su patrón al ritmo de barriles y tambores, o la

Semana Grande, durante la cual destaca el concurso internacio­nal de fuegos artificial­es. Además, no es extraño encontrars­e con regatas de traineras o con partidos de pelota vasca. Costumbres a pie de calle.

ROMANTICIS­MO, CULTURA Y GASTRONOMÍ­A SE REÚNEN EN UNO DE LOS MEJORES DESTINOS DE EUROPA

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Desde el oeste de la ciudad, en la cima del Monte Igueldo, se obtienen unas impresiona­ntes vistas panorámica­s.
 ??  ?? El Ayuntamien­to de San Sebastián, antiguo Casino, tuvo que cerrar por la prohibició­n del juego en 1924.
El Ayuntamien­to de San Sebastián, antiguo Casino, tuvo que cerrar por la prohibició­n del juego en 1924.

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