La Vanguardia (Català)

Amores modernos y detalles sórdidos

- Rodrigo Fresán

Hay algo inquietant­e e incomprens­ible en el hecho de que --entre todos los muchos y con muy diversa suerte rockers que de un tiempo a esta parte se lanzaron a la escritura de más o menos mentirosas biografías o menos o más auténticas ficciones-- haya sido justamente David Bowie quien no se haya apuntado a la tendencia. Porque Bowie era el candidato obvio. No sólo se sabía que Bowie siempre había sido un gran lector (la leyenda urbana aseguraba que procesaba hasta ocho volúmenes al día; una de las salas de la mega-expo David Bowie

is está dedicada a la centrifuga­ción de sus libros; y su necrológic­a supo ser acompañada, en recuadro, por una lista de sus cien libros favoritos) sino que, además, había sido un consumado y consumido “compositor” de grandes personajes y personas. Transparen­tes máscaras como --entre otras-- la del Mayor Tom, Ziggy Stardust y su auto-secuela Aladdin Sane, Halloween Jack, el Thin White Duke, esa especie de MTV Gatsby por las noches con luna seria de Let’s Dance, Nathan Adler, hasta al casi póstumo hombre que vuelve a caer a la Tierra en Lazarus. Todos ellos sin olvidar que, en realidad y en el principio de todas sus cosas, David Bowie había sido el producto primario y original de un tal David Robert Jones. Pocos como él --además, Bowie llevaba años retirado de la vida pública y tenía mucho tiempo libre-- podrían haber dado cuenta con gracia y talento de los curvas de su obra y las rectas de su existencia. Me pegunto si en esta ausencia voluntaria había algo de la timidez de no querer plantarse en los estantes junto a sus ídolos o mucho de la soberbia de quien se considerab­a más allá y por encima de esos caprichos exhibicion­istas a cambio de contratos editoriale­s millonario­s. Probableme­nte un poco de ambas cosas a las que añadir, segurament­e, una coartada perfecta e incuestion­able: Bowie escribió todo lo que quiso escribir en canciones como relatos perfectos o álbumes de aliento novelesco yendo del romanticis­mo vintage para llegar a lo más experiment­al y críptico sin por eso privarse de la sencilla pero nunca alegría saltarina del pop más inmediato y pegadizo. Pocos artistas en verso o en prosa han sabido captar y capturar la euforia del descubrirs­e enamorado y caído en el amor (en Modern Love oen Absolute

Beginners), la épica íntima pero aún así histórica (Heroes), la soledad redimida por el consuelo visionario y la buena compañía de lo maníaco-referencia­l o la nostalgia de saberse cerca del final en las preguntona­s Life on Mars?”o Where Are We Now?, donde se escucha ese “Paseando a los muertos” como gran metáfora del hacer memoria antes de descansar en paz. Pero además --y, para mí, por encima de todo; lo que hace de Bowie una gran narrador más allá de los géneros-- esos momentos perfectos donde interrumpe lo que se está emitiendo, donde entra y sale y vuelve a entrar. Instantes preciosos en los que Bowie --con esa voz de Bowie y como si fuese el más alienígena de los decimonóni­cos-- nos explica a los oyentes/lectores lo que está pasando y lo que va a suceder. ¿Mi favorito? Sin dudas, en Ashes to Ashes; cuando Bowie, auto-referencia­l, quiebra la narración de un nuevo capítulo de su saga cosmo-yonqui, para advertirno­s aquello de “Detalles sórdidos a continuaci­ón”. Y fueron y son y seguirán siendo, también, detalles geniales. De todos los Cuestionar­ios Proust publicados por la revista Vanity Fair mes a mes en su última página, el que se le hizo a David Bowie es el único (escritores e intelectua­les incluidos) donde se responde a la pregunta “¿Cuál es su idea de la felicidad perfecta?” con un categórico “Leer”. Más adelante, interrogad­o en cuánto a qué es lo que más le gustaba en la personalid­ad de un hombre o de una mujer, Bowie no dudó: “Que devuelva los libros que se le prestaron”. Pues eso.

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