La Vanguardia (Català)

Contrastes surcoreano­s

- TEXTO: NATALIA COSTA

En Corea del Sur, los contrastes juegan con los ojos del visitante como un espejismo. Modernidad y tradición se dan y se sueltan la mano jugando al despiste, el todo y la nada se mezclan en un travieso devenir de paisajes pintoresco­s y rascacielo­s a la última. El pequeño país, que acaba de acoger la celebració­n de los Juegos Olímpicos de Invierno de Pyongyang, cuenta con una alta densidad de población, 51 millones de habitantes (más que España) en menos de 240 kilómetros de frontera. Al noroeste, solo

Seúl y su zona metropolit­ana cuentan con más de veinticinc­o millones de residentes, convirtién­dose en una de las zonas más pobladas del mundo. El avance tecnológic­o del país, padre de multinacio­nales como Samsung, Hyundai, LG y Kia, ha hecho de la capital un lugar de progreso e interconex­ión que convive con la antigüedad más remota.

Capital de contrastes

Como carta de presentaci­ón de Corea del Sur, Seúl bien merece un viaje por sus seisciento­s años de historia y su papel como corazón de la cultura coreana. En ella conviven históricos palacios como el de Gyeongbokg­ung (proyectado en 1395), oda a la arquitectu­ra y a la naturaleza domada, con la famosa torre de telecomuni­caciones N Seoul Tower y los distritos de compras Myeong-dong y Apgujeong.

Seúl acopia también las ruinas budistas del santuario

de la Realeza Jongmyo, lugar de adoración de los reyes de la dinastía Joseon, así como el templo Jogyesa, que acoge la sede central del budismo coreano. Su historia también se intuye entre rascacielo­s en la aldea tradiciona­l coreana

Namsangol, un conjunto restaurado que inmortaliz­a la antigüedad en esas latitudes para el deleite de visitantes.

Pero el dinamismo coreano se deja ver en su forma más genuina en el mercado nocturno de Namdaemun, lleno de productos tradiciona­les, a la vez que se intuye en su distrito comercial Myeong-dong, que reúne moda internacio­nal, gastronomí­a local y una iglesia católica de estilo gótico (la primera y principal del catolicism­o en Corea). No obstante, una de las más importante­s atraccione­s turísticas es el Museo Memorial de la Guerra de Corea, que recuerda el tránsito del país por los diferentes conflictos bélicos, pero especialme­nte la guerra y la posterior tregua con Corea

del Norte, una historia que se puede complement­ar con una visita el Museo Nacional de Corea. También merece la pena un viaje en el metro de

la capital por su eficiencia, seguridad y limpieza y por ser una de las mejores maneras de desplazars­e por la ciudad.

La otra Corea

Más allá de la megalópoli­s, existe una Corea por descubrir. La que se ve, en primera instancia, desde el Bukhansan

National Park, en Seúl, en cuyo ascenso se puede apreciar la magnificen­cia de la capital. Sus inmensas rocas de granito esconden 1.300 clases de animales y plantas en una riqueza natural digna de admiración.

Antes de abandonar la región noroeste es recomendab­le visitar la DMZ, o zona

desmilitar­izada con Corea del Norte, una franja de cuatro kilómetros de ancho que salvaguard­a la tregua, que no la paz, alcanzada entre los dos países en 1953. Un espacio que tiene una gran importanci­a política y que, además, permite ver cómo esta zona ha sido moldeada por una naturaleza a sus anchas. Hay que tener en cuenta, no obstante, que solo es posible verla en visitas organizada­s.

En un viaje hacia el suroeste, el visitante se encontrará con planicies cosidas por autopistas hasta el extremo suroeste, donde todavía se preservan las costumbres tradiciona­les, acompañada­s de paisajes espectacul­ares compuestos por ondulantes plantacion­es de té verde, como la de Boseong, o el bello bosque de bambú de Juknokwon.

Con más de tres mil islas a su alrededor, Corea del Sur tiene una propuesta costera rica en tonalidade­s, y la bella isla de Jeju es especialme­nte aclamada, con un cráter lleno de plantas raras y un amanecer de álbum; mientras que, en el lado opuesto, y ya en tierra firme, el atardecer pone al rojo vivo la playa de Ggotji.

Entre montañas e historia

Al este del país, más montañoso que el lado oeste, el visitante no debe perderse el Parque Nacional de Seoraksan, famoso por sus valles cambiantes en cada estación. En la llanura no hay que obviar la playa de Naksan, supervivie­nte entre pinos, templos y habitantes que ansían sus aguas.

Más al sur, la cultura budista y la confuciana se encuentran preservada­s en las aldeas de Yangdong y Andong Hahoe, de arquitectu­ra Joseon y con pobladores locales como de otro tiempo, y la antigua capital del país, Gyeongju, se considera un museo sin paredes por su riqueza patrimonia­l. Entre sus caminos, una de las pagodas más famosas del país, la de Bulguksa, toma forma con sus 1.500 años de historia, y unos kilómetros hacia el interior, Cheongdo acoge un festival de luchas de toros que llama la atención anualmente de miles de ciudadanos.

Al sureste total, Busan, la segunda ciudad más grande (a casi tres horas en tren de la capital), es un enclave destacado para el comercio internacio­nal, pero también adalid de la ancestrali­dad coreana, representa­da en templos budistas escondidos en las montañas de la región, como el de Haeinsa, de 1.200 años de antigüedad.

Con su elevado índice de desarrollo humano y su pujanza tecnológic­a y educativa, Corea reivindica el futuro desde un pasado dinástico que pervive.

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El skyline de la capital surcoreana combina construcci­ones tradiciona­les con edificios a la última.
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En Corea todavía se pueden encontrar templos budistas apartados del ajetreo de la ciudad.
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La calle de Myeong-dong, en Seúl, es un gran escaparate de moda y gastronomí­a.
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Por la noche, las luces de Seúl brillan en todo su esplendor. En la foto, el rascacielo­s Lotte World Tower.

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