Un pacto global más allá del uso de datos
l mundo desarrollado pide hoy desconexión. Vacaciones de “desintoxicación digital”, muchas veces simbólica, ya que la tecnología ha logrado penetrar hasta los espacios más íntimos de nuestras vidas.
El móvil, el auto, la bici, el transporte público y hasta el televisor nos observan en todo momento, incluso cuando dormimos o no los llevamos encima, y sin pedirnos permiso. Capturan nuestros datos y nos reconocen el rostro, la voz o los movimientos. Al hacerlo, sin darnos cuenta, están erosionando nuestros derechos fundamentales. Esa entropía indispensable para preservar la dignidad humana, la democracia y el futuro de nuestro libre albedrío.
Un sistema que partió incentivando la creatividad sin fronteras, esa mágica torre de Babel donde podíamos crear colectivamente con personas del otro lado del mundo, se ha vuelto pasiva, se parece cada día más a la televisión por cable. Salvo que esta vez, el control remoto de esta lo tienen cinco compañías.
La sociedad ya no ve con ojos benévolos sino críticos esas tecnologías que prometían tanto. Se debilita la confianza que la ciudadanía tiene tanto en las tecnologías que usa como en los imperios tecnológicos que las controlan. También desconfía del rol de los gobiernos, cada vez más inmiscuidos y trabajando de la mano con estos. Y el diseño actual de los algoritmos que dictan su funcionamiento hace que prejuicios, racismo, discriminación por género y segregación aumenten en lugar de aliviarse por el rol de la tecnología en los países desarrollados.
En paralelo existe un internet pobre para los pobres donde el espacio para protestar y demandar más derechos es aún más restringido. La web de los recién conectados les segrega tanto como lo hace la sociedad misma. Está diseñada para experimentar únicamente una microscópica fracción de todos los contenidos disponibles desde teléfonos móviles básicos. Y no es una relación equitativa. Del otro lado, las compañías y algunos gobiernos extraen todo lo que pueden de los usuarios, monitoreando y registrando todas sus interacciones, muchas veces sin su consentimiento y a escala masiva. Estamos ante una nueva forma de colonialismo digital normalizado por la ausencia de leyes de privacidad y protección de datos que se vende como progreso.
Vivimos un momento crucial, donde el rumbo que seguir puede corregirse. La mitad de la humanidad se conectará por primera vez a internet en los próximos años. Representará una nueva experiencia que cambiará sus vidas y también cambiará la configuración de nuestra sociedad. Para ellos, que representan a los más excluidos y vulnerables, lo impredecible puede suceder. Puede que el darse cuenta de su situación desate un enojo sin precedentes, una verdadera revuelta, pero puede también que, con un buen diseño, esta conciencia se convierta en el catalizador para la acción colectiva que conlleve cambios profundos que mejoren su calidad de vida. En las condiciones de hoy es muy poco probable que su conectividad nos lleve a más democracia. Porque no se ha dado en paralelo un desarrollo donde se combinen voluntad política, liderazgo, recursos y legislación que permitan que, colectivamente, podamos girar hacia tecnologías éticas y democráticas.
Así como es urgente el green new deal para salvar nuestro planeta, también necesitamos un nuevo pacto sobre nuestros derechos digitales, para devolver a los conectados el control sobre sus datos y otorgar garantías para proteger y avanzar en los derechos de todas las personas: los más vulnerables merecen conectarse a una internet con más derechos, posibilidades, oportunidades, empatía y solidaridad. Es nuestro deber asegurarlo.
Necesitamos garantías para avanzar en los derechos de todas las personas