El lector exposa
Casados con la red
Si queremos navegar por internet no nos queda otro remedio que aceptar las cookies, que no sé lo que son; me lo han intentado explicar mil veces y no me aclaro. Lo que sí sé es que me han dicho que hay que aceptarlas y, como soy un mandado, las acepto, y aquí paz y después gloria, que diría un castizo.
Pero no sólo hay cookies en la red en la que estamos todos atrapados, queramos o no. Cualquier navegador que se precie se permite el lujo de obligarte a aceptar unas determinadas condiciones para seguir haciendo uso de sus servicios. Y lo hacemos dócilmente, como corderos a punto de ser degollados, con tal de saber qué parada de autobús te queda más cerca para volver a casa o dónde puedo encontrar aguacates maduros en el trayecto de regreso, porque en la frutería de mi barrio siempre están verdes.
La mayoría de los seres humanos somos así de confiados o de ingenuos, y no nos percatamos de las invisibles garras de un Gran Hermano, con nombre y sin apellidos, que está siempre al acecho para hacerse con nuestra intimidad, que son nuestros datos personales.
Las personas somos así de contradictorias. Pensamos una y mil veces la redacción de una carta comprometida y nos comprometemos a la primera, y sin dudarlo, con los mal llamados servidores, porque, de servir, sólo se sirven a sí mismos y a sus intereses.
Para bien o para mal estamos casados con las redes. Es un matrimonio de conveniencia para una de las partes, a la que damos el sí quiero muy alegremente, sin reparar en las consecuencias. Yo el primero y por eso me confieso, por si sirviera para algo.