Testamento de Béla Tarr
Testamentos Por primera vez se estrena en las salas españolas una película del húngaro Béla Tarr, uno de los cineastas más influyentes del cine moderno. El propio director la presenta como su última obra
‘El caballo de Turín’ es la primera película del director húngaro que se estrena en las salas españolas. Y él la presenta como su obra final
Béla Tarr volvió a anunciar, antes derodar El caballo de Turín, que esta sería su última película. No habló de culminación de una obra, pero dejó caer que con estas imágenes colgaba los hábitos. Desidia ante el mercado del cine, ante los nuevos mecenas del arte y ensayo, ante los ánimos del público, ante el estado del cine y del mundo… El cineasta húngaro ha sido algo críptico y no es posible saber con certeza sus motivos. Quizá no exista ninguno. En cualquier caso, presentó a su caballo como opus final.
¿Testamento? Quizá, con voluntad o sin ella, siempre se deja algún testamento… o alguna deuda para la familia.
Al emplazar su declaración terminal, vienen a la cabeza las últimas imágenes de Tarkovski, postrado en un sanatorio parisino, jugándose su última mise en scène ante la cámara de Chris Marker ( Un día en la vida de Andrei Arsenevich, 1986). Son las imágenes más crudas y reveladoras sobre la preparación de su legado; mucho más que aquellas que imprimió en Sacrificio, su último filme: Tarkovski deja que Marker le retrate en sus horas finales recibiendo a su hijo, que no ve desde hace años. Tarkovski presenta su exilio ruso (su dacha) y su cáncer, los poetiza para la cámara; para la trascendencia de su cine. El hijo deviene objeto. Algunos planos más tarde, las culpas abrazan a Tarkovski. Marker le registra titubeando, le humaniza en esos gestos de mala conciencia. Esas dudas son sus últimas imágenes. El retrato de Tarkovski expone el patetismo de un artista que prepara su panteón. Es el referente fílmico más evidente de Béla Tarr, aunque en su última obra, el húngaro escamoteó sus dudas, y sólo dejó unas estilizadas patatas cocidas; esas que sus personajes pelan cada día de su lento apocalipsis sin final.
Humanizar los gestos trascendentes, volverlos materiales y ordinarios, es, quizá, parte del trabajo necesario para obrar su legado; para que entren en el flujo de la historia, o para que los barra el viento, como hacía Nicholas Ray al final de Relámpago sobre el agua (1980), el más vital de esos últimos suspiros de grandes cineastas: Ray se va ahogando en su tos. Mira la cámara de Wenders y le grita con rabia “¿qué más pretendes ver? No hay nada más, no hay nada más”, espeta, mostrando la muerte que le abufanda, como si exhibiese con orgullo sus vergüenzas. A los pocos se- gundos se recompone, apenas, de su feroz convulsión, ymira con serena ironía a Wenders: “Hey Wim, ¿lo has rodado bien no?” Y ríe tosiendo.
La gravedad del filme de Tarr no es la de alguien que se pelea con el patetismo y la congoja de irse muriendo, desde su cuerpo o desde sus imágenes, sino la de alguien que ajusta cuentas con la muerte de (su) cine, desde un cómodo tanatorio post mortem. Tarr quiere aleccionar a la muerte del cine con su caballo que se deja morir. Y para ello escoge un cobarde cobijo beckettiano: “Mis personajes no esperan la muerte, porque esta ya llegó hace rato, y sin embargo… sigue sin pasar nada”.
Antes de rodar Sacrificio, Tarkovski daba en Londres una conferencia sobre el apocalipsis. Las preguntas del público apuntaban todas hacia sus símbolos, y el cineasta repetía, una y otra vez ante la audiencia, que no hay nada simbólico en su cine. Repetía que estaba cansado de que buscasen esa interpretación en sus imágenes, según él más abiertas y pregnantes. Béla Tarr repite, una y otra vez, lo mismo en cada una de sus entrevistas. Si uno les toma muy en serio la palabra, se abre, entonces, una pregunta más densa: ¿si tanto han