Retrato de una época
Perfil Conversación con Manuel Longares, cuya última obra, que ha ganado el I premio Francisco Umbral, es una de las revelaciones de la temporada
Longares es un escritor que se sienta ante el PC y, en el silencio de las cuatro de la madrugada, escribe historias que renunció a contar cuando era periodista de Nuevo Diario y Diario 16, Historia 16, o culpable de los suplementos culturales de El Mundo o El Sol. Autor de seis novelas, tres libros de cuentos y el presente Las cuatro esquinas, se ha hecho merecedor del I premio Francisco Umbral. Para nada extraña que la viuda del autor de Mortal y Rosa manifieste que su marido estaría muy satisfecho con esta concesión ya que era lector de Longares. Ambos escritores hablan de Madrid, del foro, de los cafés y de las tertulias llenas de dudas y humo, de las inquietudes, de los pasajes, pasadizos y paisanajes del costumbrismo castizo. Y a ambos se les nota la veta valleinclanesca, barojiana y hasta galdosiana en las entretelas de su prosa.
Don Manuel escribe historias desde su céntrico barrio, próximo a la Ventilla madrileña. Tendría acaso otro destino si perteneciese a conventículos literarios. Pero le viene ancho, o estrecho, y prefiere afanarse en pasear por el foro para dar de comer a sus teclas los episodios nacionales de su generación que no es otra que la de la posguerra elevada a la estricta observancia de lo actual. Así nacieron estas cuatro esquinas, que él rehúye llamar novela “porque no tienen carne de tal. Son historias independientes que no dotan al libro de entidad compacta, aunque sí conser- van un nexo común: la historia reciente de nuestro país, nuestra España y el franquismo que se huele por acción u omisión. Y son también –añade– un pretexto para que mi época se pronuncie”.
Y vaya si lo hace, por los cuatro costados del libro. Es el caso del relato del piso de la calle Eguílaz ocurrido en los tiempos más duros de la posguerra. Longares congela a vencedores y vencidos en una época de “jefes de casa”, “inquisidores del entresuelo” o señoritos que proseguían fiesta entre “represalias”, una impunidad aplaudida y de tintes heroicos. El autor muestra un gran conocimiento de aquel Madrid de seriales de radio, vaquerías y “azules de falange”. Se sirve de la jerga pseudoheroica para contar la historia de una delación arbitraria, como tantas.
En El silencio elocuente, cambia ritmo y tiempo verbal para rememorar el mundo sesentero lleno de esperanza. Adopta la perspectiva de una estudiante de Derecho jugando al suspense en torno “al día del monólogo de Chatín” en una fiesta universitaria. Desde la primera línea, cobra cuerpo literario la figura de su amiga Gemma, frecuentadora de tertulias “subversivas” en el Café Teide, de Recoletos. Y con ellas asistiremos a la forma en que toda una generación indoctrinada –o adoctrinada–, alcanzó el estado de no poder “deslindar lo bueno de lo malo, o en términos jurídicos: lo justo de lo injusto”, como repite la protagonista.
En Delicado, tercero de los relatos –“de no más de 30 páginas, porque si no, me iría a la novela”–, narra el maestro de la prosa castiza y “colindante con lo azconiano” una vendetta personal: los veinte años de asedio que incluyen tiempo de democracia, de un policía secreta franquista a un estudiante. Elige Longares un enfoque opuesto al resto de protagonistas, tal vez porque la dureza de lo que se cuenta y el perfil de este alcoholizado torturador, obsesionado con el germen comunista, no le permiten adoptar otro tono. El último –acaso el más doloroso–, Terminal, rinde secreto homenaje al músico Pablo Sorozábal. El escritor quedó impresionado por el olvido con que se acogió la noticia de la muerte del músico y la ausencia de cualquier homenaje póstumo. Se elabora, pues, la figura de un compositor anciano y la escasa comitiva que le acompañó en su última hora (cuatro viejos correligionarios, una criada y su sobrina). Entre el sainete y el tono chusco, ofrece un hondo final.
El autor no se pone de rodillas para hacer de su prosa una meca de peregrinaje, pues es de esos escritores que aguardan y saben dar a cada obra su necesario tiempo de maduración. Novelas tan ambiciosas como Romanticismo o Nuestra epopeya son ya imprescindibles gracias a esa tarea lenta y secreta. Estas cuatro historias bien resumen su oficio de creador. “Me enerva que un escritor diga que se ha documentado para escribir una novela, ¡la literatura es ficción! Tiene más fuerza que las cosas reales. Yo no me documento sino que hablo de situaciones que he vivido...”. Es un escritor madrileño –“Madrid es muy cómodo”– así que habla de una capital que pasó de la miseria a la opulencia y aún no se sabe cómo lo ha digerido. Un creador del que se ha dicho de todo –y nada le convence–: que hay un estilo Longares, que se le huele el uso estrafalario del idioma, que está a medio camino entre el excentricismo de Valle y la línea llana de la compasión barojiana, incluso Domínguez Ramos le definió como “vanguardista carpetovetónico”, o los más osados “escritor ruso”. No le hace falta ningún apelativo gastado: es Manuel Longares, escribe como los ángeles de lo que sabe e intenta pulir el idioma hasta dejarlo en los huesos del más consagrado cocido madrileño, tras mucho hervor... Incluidos los tuétanos que en el tardofranquismo escaseaban y las madres hacían engullir para no encanijarse. Leer a don Manuel es otra forma de hacer crecer los huesos de nuestra imaginación...