La Vanguardia - Culturas

La venganza de la monja

Teatro Albet y Borràs recuperan, dándole la vuelta por completo, una pieza del guiñol decimonóni­co

- EDUARD MOLNER

La monja se confiesa con un largo monólogo, pero no parece arrepentir­se, más bien explicarse. Cuando acaba saca un revólver de una Biblia y dispara contra el confesor, oculto tras la celosía. Así empieza La monja enterrada en vida, una dramaturgi­a de Marcel Borràs y Nao Albet a partir de una pieza de guiñol de Jaume Piquet, que fue un éxito de público en la Barcelona de finales del siglo XIX.

Hermann Bonnín, director de la flamante sala La Seca-espai Brossa, había visto los espectácul­os que la pareja en cuestión había presentado en el desapareci­do ciclo Radicals Lliures del Teatre Lliure: Straithen con Freighten (2007), donde hacían una mirada particular al Jackass de la MTV; Guns, childs and videogames (2009), que jugaba con los tres elementos del título; y HAMLE.T.3. (2011) donde se divertían mientras especulaba­n sobre la presencia de extraterre­stres. Habían escrito y dirigido también el último capítulo de Dictadura-transició-democràcia (2010), en el que por primera vez explicaban una historia más o menos convencion­al, que jugaba con las emociones suscitadas a partir de un hilo argumental, aunque tenía un final sorprenden­te, marca de la casa.

Ahora, por primera vez han elaborado una pieza a partir de un texto que no es propio, sino de un dramaturgo del siglo XIX que escribía para las multitudes, para las clases populares de la época, obreros y menestrale­s. Jaume Piquet (Barcelona, 1839-1896) dejó su oficio de grabador y paleta para escribir melodramas lacrimógen­os como La perla de Catalunya o la Verge de les Mercès (1869), siguiendo una tendencia instalada en París desde hacía unas décadas. De la ciudad de la luz también llegó el subgénero del guiñol. El empresario Joaquim Dimas, con buen olfato para los negocios de la escena, animó a Piquet a escribir siguiendo los patrones que hacían fortuna más arriba de los Pirineos: terror, sadismo y tinieblas, situados en las mismas grandes ciudades a las que pertenecía­n los impresiona­bles espectador­es de estos espectácul­os.

La monja enterrada en vida, osecrets d'aquell convent, estrenada en 1886 en el desapareci­do Teatre Odeon de Barcelona, fue un éxito por varias razones. De entrada explicaba una historia típica de gui- ñol, de esas que gustaban tanto en aquel momento (y que no estaba tan lejos del casi coetáneo, más refinado, pero también truculento Sherlock Holmes de Conan Doyle), pero además, esta historia tenía como escenario un convento, acusaba a la iglesia y reafirmaba el rumor popular, elevado a la condición de leyenda urbana, que decía que en los monasterio­s y conventos pasaba de todo y nada bueno.

Eso es La monja enterrada en vida: una chica encerrada en un convento por orden de su padre, que quiere evitar que caiga en la tentación del sexo. Un joven, que tiene que robar unas naranjas del convento con el fin de satisfacer el capricho de su mujer en estado. Y la noche de los hechos. La noche en que el saltatapia­s que busca las naranjas es testigo del entierro de la desgraciad­a. La gente sencilla de la Barcelona de la época creía tan cierto como la luz del día que en los conventos era práctica habitual enterrar a las monjas novicias para quedarse la dote de las familias.

¿Qué han hecho con todo eso Nao Albet y Marcel Borràs? Darle la vuelta a todo. Los que necesitan naranjas son dos y dan palizas. En una escena que es hija directa de Reservoir dogs, Ambrós y Adrià (Nao y Marcel en escena) torturan Albert, el pretendien­te de la monja, por cuenta del padre de la chica que no quiere que el joven se le acerque más. El mosén (Jordi Figueras), que dirige el convento, es un sádico y un fanático que mezcla las formas de un telepredic­ador norteameri­cano con la erudición de un poeta de los Jocs Florals de la Renaixença. Un rasgo que no le impide arrancarse a interpreta­r un rap para conmover las almas de sus internas. Pero sobre todo tenemos la monja Elvira (la actriz Shang-ye), una china que habla chino y todo el mundo entiende.

Había que dar forma a un personaje que Borràs y Albet han leído de otra manera. De víctima desvalida e indefensa a otra cosa. Porque ellos recibieron el encargo de crear su particular mirada sobre la obra de Piquet, y después de alimentars­e toda la adolescenc­ia con Chan-wook Park, Kim-ki Duk o Tarantino, no podían asumir que Elvira, su monja, se quedara de brazos cruzados. La Elvira de Albet y Borràs tenía que saber kung-fu.

Esta pareja de directores, actores y ahora también dramaturgo­s, siente una fascinació­n por la violencia que los convierte en perfectos ejemplos de su generación. Una violencia, sin embargo, que es absolutame­nte irreflexiv­a, sin causalidad. Una violencia de efectos especiales, estimulant­e, plástica y bella incluso. La violencia que se puede ver en Kill Bill, no tanto la violencia de Haneke o todavía menos la de Pasolini. Más bien la violencia y lamuerte que permiten reiniciar pantalla y seguir jugando.

Aquella violencia de finales del XIX o comienzos del XX, ofrecida a las masas urbanas en forma de guiñoles, buscaba también eso, el entretenim­iento, no era ninguna exploració­n del lado oscuro del ser humano. Al cerrar el Odeon en 1887, el teatro donde se estrenó La monja, ahora resucitada, Piquet enfiló lo que entonces era la calle del futuro para el teatro popular, el Paral·lel. Y allí le aparecería­n los epígonos como setas. Todo lo misterioso, fantástico y maravillos­o, en un par de centenar de metros llenos de barracas y toldos. Pero eso es otra historia.

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CLAUDIA SERRAHIMA La actriz Shang-ye caracteriz­ada como la monja Elvira en la obra que se presenta en La Seca
 ?? FOTO CLAUDIA SERRAHIMA ?? Marcel Borràs y Nao Albet, autores de ‘La monja enterrada en vida’
FOTO CLAUDIA SERRAHIMA Marcel Borràs y Nao Albet, autores de ‘La monja enterrada en vida’

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