Proyección Montsalvatge
La figura del compositor y crítico no deja de crecer como uno de los maestros de la música catalana, española y europea del siglo XX
Cuando nos disponemos a conmemorar, el próximo domingo, el centenario de su nacimiento y a diez años de su desaparición, la figura del compositor gerundense Xavier Montsalvatge (1912-2002) no deja de crecer en nuestro imaginario colectivo y en la estima de melómanos e intérpretes como uno de los grandes maestros de la música catalana, española y europea de la segunda mitad del siglo XX. Su música ha conseguido superar la prueba más difícil: mantener su vigencia frente al inexorable paso del tiempo, resistiendo los embates de las modas y más allá de eventuales éxitos coyunturales –que los tuvo y en abundancia– para constituirse en patrimonio vivo de nuestra mejor tradición musical.
Admiramos particularmente de Montsalvatge su capacidad de integrar los acentos locales en una perspectiva universal y cosmopolita, equilibrio este que resulta determinante, junto con las múltiples cualidades de su oficio –dúctil y refinado– y su radical independencia respecto a cantos de sirena ajenos a su sensibilidad, para que su música haya logrado proyectarse allende su contexto, tanto geográfico como histórico, más cercano y no haya mermado ni un ápice el interés que suscita en las audiencias actuales, así como su poder de comunicar y emocionar.
Son muchas y de naturaleza muy diversa las reflexiones que su figura evoca, tanto en el plano histórico como en lo estético y musical, sin descuidar su vertiente humana. Montsalvatge enlaza con una época dorada de la música catalana del siglo XX, que sólo la perspectiva de los años nos permite comprender y apreciar en toda su magnitud, con nombres tan insignes como los de Eduard Toldrà (1895-1962), cuya extraordinaria y proteica personalidad celebramos también este año; Robert Gerhard (1896-1970), que será objeto próximamente de un importante congreso internacional en Barcelona; o Frederic Mompou (1893-1987), por quien nuestro compositor experimentó siempre verdadera devoción. Prueba de ello lo constituye la pieza pianística que le dedicó, cuyo ocurrente título – Sí a Mompou– es a la vez una elocuente afirmación del aprecio por el autor de las Canciones y danzas y Música callada, y una muestra fehaciente del ingenio de Montsalvatge al basar toda la pieza –que se desarrolla en un clima suspensivo y delicuescente– en dicha nota, que se convierte así en generadora última de todo su decurso armónico.
Frente a la influencia dominante de la música centro europea que tanto peso ejerció en nuestro país desde los años culminantes de la Renaixença, marcados por la figura colosal y diríase insoslayable de Wagner, Montsalvatge será seducido tempranamente por la música francesa, cuya contención expresiva, elegancia, equilibrio formal, claridad y transparencia de las texturas, distancia irónica, penetrante pero nunca hiriente, y delicioso perfumearmónico –deahí su devoción sin límites por Ravel– pasarían a integrarse en el núcleo de su poética personal, refractario a todo tipo de excesos –sugerir antes que afirmar– y a la ambición de trascendencia que reconocemos en otras latitudes.
Ello no significa que Montsalvatge ignorara o desconociera las evoluciones de la música de su tiempo, particularmente convulso y rico en avatares, que él sabrá articular, muy selectivamente y subordinándolas siempre y en todo momento al dictado último de su personalidad, en una superior unidad de lenguaje, que rehúye toda clase de eclecticismos superficiales. Añadamos a ello una virtud no menor, la de un exquisito balance entre los objetivos y los resultados, presididos en todo momento por un elegante sentido de la medida, cualidad que se manifiesta en todos los órdenes de la composición. Artistas coetáneos como Heitor VillaLobos, Alberto Ginastera o Francis Poulenc (eximio miembro del grupo de Los Seis) serán algunos de sus compañeros de viaje, como lo fueron igualmente algunos de los intérpretes más grandes que ha dado nuestro país (y otros foráneos), cuya complicidad destacó siempre Montsalvatge como un elemento capital en su desarrollo artístico y musical. Este último nos parece un punto capital. Frente a ciertas actitudes de la vanguardia más acérrima de los años 60 y 70 del pasado siglo, que no siempre parecía reconocer y valorar acertadamente el importante papel del intérprete en el proceso creativo y en la comunicación con el público, como punto final hacia el que converge y donde culmina dicho proceso, Montsalvatge valoraba que únicamente si las obras despertaban el interés de sus intérpretes podían estos tener éxito en la posterior –y cru- cial– tarea de transmisión y persuasión a ellos encomendada, verdadero acto de recreación: seducir al público. En paralelo con ello, el trabajo cotidiano con los mejores intérpretes constituye una fuente privilegiada de conocimiento, experiencia y –¿por qué no decirlo abiertamente?– inspiración, que ningún compositor auténtico puede menospreciar y que sólo puede redundar de un modo positivo en el afianzamiento y despliegue de su propio arte y profesionalidad. Mencionar en este punto los nombres egregios de Victoria de los Ángeles y Alicia de Larrocha es obligado y refleja suficientemente el alcance de lo que queremos expresar.
Su producción abraza los más diversos géneros, de la canción a la ópera, de las obras para solistas y para diversos formatos de cámara a la gran orquesta sinfónica, incluyendo partituras para ballet y para el cine, géneros todos ellos cultivados con éxito a lo largo de una trayectoria creativa fecunda y dilatada, transitando una pluralidad de estilos, que abarcan desde el mestizaje avant la lettre de la etapa antillana –maravilloso ejemplo de folklore imaginado–, a los afilados acentos politonales, nítidos perfiles melódicos y factura formal aquilatada y proporcionada de su personal neoclasicismo, de la asimilación conspicua de las técnicas seriales al dominio de una rica y matizada paleta armónica, de la mano de una escritura instrumental siempre idiomática e imaginativa. Montsalvatge reafirma con inteligencia y buen oído el poder estructural del contraste, dimensión que en los tiempos del llamado serialismo integral –que parecía postergar la vertiente más sensorial de la música– parecía haber tocado fondo, reivindicando con finura y cierto sentido sutil de la provocación una paleta armónica generosa pero nunca reduccionista donde la gama de grises de lo atonal convive felizmente con el resto de colores.
Una cuestión ya mencionada, pero que conviene subrayar, concierne a su radical independencia creativa, primera condición de todo auténtico creador, sólo al alcance