“¡Estamos de clústeres hasta la coronilla!”
Montsalvatge crítico
Xavier Montsalvatge tenía una mirada amable, que dejaba entrever que había mucho detrás de ella, inteligente, que alimentaba la reflexión; y hasta remitía a una cierta ironía. El músico catalán fue fundamentalmente compositor, aunque su espíritu supo concentrar y armonizar dos vertientes que pueden resultar contradictorias, la creación (compositor) y la reflexión (crítico). Como compositor supo escrutar, y prefirió la estética francesa de entreguerras, que ya incluía tintes americanos, al wagnerianismo de sus profesores. Y valoró cierto autodidactismo al que le ayudó la crítica: “escuchar a los compositores e intérpretes que acepté como mentores”, decía, fue un “maestrazgo inapreciable, discriminando radicalmente los que me gustaban de los que rechazaba.”
La melomanía es algo muchas veces inusual en los músicos, y si bien Montsalvatge acepta que va a llegar al ejercicio de la crítica para ayudarse económicamente, la práctica le va a introducir en una dinámica cercana a esa categoría y a degustar sus virtudes. Una labor que desarrolló durante más de medio siglo y con la que trascendió las fronteras de Catalunya, para establecer un diálogo muy interesante con sus colegas de Madrid. De hecho, el primer libro dedicado a su obra musical fue editado en esa ciudad en 1975 y lleva la firma del reconocido crítico madrileño Enrique Franco, que valoró ya entonces la obra trascendente del compositor catalán. Ambos, como la mayoría de los activos en esos años en estas actividades, desarrollaron su acción en la España del régimen, aunque con un espíritu liberal de derrotero crítico al que Montsalvatge sumaba su vertiente catalana indiscutible.
Esa generación sufrió la Guerra Civil en sus años jóvenes, y también Montsalvatge –de familia de banqueros liberales en la Girona natal y muy aficionados a la cultura– optó por el bando nacional. No es casual que su primer ejercicio como crítico (1935) tuviese lugar en El Matí, un diario católico de Barcelona, independiente, europeo, de cuidada compaginación, creado en 1929 durante la dictadura de Primo de Rivera, que “sortia en la llengua del país amb la mateixa naturalitat que un diari de Pa- rís surt en francès”, escribía su director Josep Maria Capdevila.
Uno de sus primeros artículos de crítica en Destino –revista en la que trabajó entre el final de la guerra y 1975– fue sobre la reposición de Goyescas de Granados en el Liceu, y en noviembre de 1940 por el estreno del Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo en el rebautizado Palacio de la Música. Eran años de la austera y sombría Barcelona, donde comenzaba a configurarse una generación musical de proyección internacional: valgan las referencias a Alicia de Larrocha, Victoria de los Ángeles y Frederic Mompou, o Montserrat Caballé luego. Y Montsalvatge ya da su primer paso al éxito internacio- nal con las Cinco Canciones Negras de 1945. Una década en la que aparece la revista Ariel, el Círculo Manuel de Falla, el grupo Dau al Set, las actividades del Club 49, los conciertos en Can Bartomeu...
A la crítica que atendía en Destino –donde llegó a ocupar puestos de dirección– se sumó en 1962 ser designado “redactor-crítico musical” en La Vanguardia, en la que a más de la crítica diaria asumió, durante más de veinte años, la redacción de una página que cada semana se dedicaba a la música. “Pasé contratiempos, resquemores y molestias”, aseguraba; no se comprendía “que un compositor tuviera la suficiente independencia para juzgar las obras de los demás”. Y con cierta razón, dice. porque es difícil, aunque “creo que lo conseguí”. Y aclara con perspicacia: “¿Cómo un compositor puede criticar a otro compositor? Porque te pueden contestar: hazlo tú mejor. Claro que yo siempre respondo: soy incapaz de poner un huevo pero soy capaz de apreciar la mejor o peor calidad de una tortilla francesa.”
En sus cientos de escritos en La Vanguardia disponemos de una fuente testimonial de primera mano; la crónica de una época por un testigo privilegiado que, debidamente tamizada a su vez, resulta una historia vital de nuestra música. Pero además, desde su tribuna, fue actor e impulsor de actividades. Basta ver las crónicas sobre las primeras actividades musicales del verano ampurdanés, y la dinámica que imponía con sus amigos más cercanos, los músicos Xavier Turull, Manuel Valls y Frederic Mompou. Calella y S'agaró señalan el comienzo del gran patrimonio que son hoy los festivales veraniegos en Catalunya.
Enestos dos terrenos, el testimonial y el informativo, vemos en sus escritos un sello personal en el que no eludía la responsabilidad de opinar y comprometerse: la situación de deterioro y escasos recursos de la Orquesta Municipal de Barcelona en 1975 mueven su pluma reflexionando sobre su estado deplorable y la desolación que causa compararla con las orquestas de la coronilla”, exclamaba ante un concierto de 1973 con obras de Cage, Schäffer y Mestres Quadreny, destilando toda su ironía sobre la intención desmitificadora, y sugiriendo que perdieron su gran oportunidad. Un buen acto contestatario –señala– hubiese sido dedicar al público “a la hora de saludar, un buen corte de manga, que es lo que nos merecíamos”. No fue así en cambio y hubo saludos con aplausos, pitos y flores, “como si se tratara del final de un anacrónico, macarrónico y retrógrado concierto capitalista de Vieja Música”.
“La crítica –sostenía– ha de ser muy personal y apasionada, y aún diría que también parcial, teniendo en cuenta la subjetividad de la música, sobre lo que es difícil ponerse de acuerdo.”
Su época vivió el cambio del mundo, la ruptura de la tradición, las vanguardias que alejaron la música del espectador; situaciones que convivieron en Catalunya con unproceso muy dinámico, quesustentó y renovó los valores tradicionales y supo hablar con un lenguaje renovador y personal. Nadie puede atribuir un perfil tradicionalista a la música de Montsalvatge o Mompou, sino claramente personal y renovador, pero a la vez enmarcado en una línea en la que se reconoce el color local.