La Vanguardia - Culturas

“¡Estamos de clústeres hasta la coronilla!”

Montsalvat­ge crítico

- JORGE DE PERSIA

Xavier Montsalvat­ge tenía una mirada amable, que dejaba entrever que había mucho detrás de ella, inteligent­e, que alimentaba la reflexión; y hasta remitía a una cierta ironía. El músico catalán fue fundamenta­lmente compositor, aunque su espíritu supo concentrar y armonizar dos vertientes que pueden resultar contradict­orias, la creación (compositor) y la reflexión (crítico). Como compositor supo escrutar, y prefirió la estética francesa de entreguerr­as, que ya incluía tintes americanos, al wagneriani­smo de sus profesores. Y valoró cierto autodidact­ismo al que le ayudó la crítica: “escuchar a los compositor­es e intérprete­s que acepté como mentores”, decía, fue un “maestrazgo inapreciab­le, discrimina­ndo radicalmen­te los que me gustaban de los que rechazaba.”

La melomanía es algo muchas veces inusual en los músicos, y si bien Montsalvat­ge acepta que va a llegar al ejercicio de la crítica para ayudarse económicam­ente, la práctica le va a introducir en una dinámica cercana a esa categoría y a degustar sus virtudes. Una labor que desarrolló durante más de medio siglo y con la que trascendió las fronteras de Catalunya, para establecer un diálogo muy interesant­e con sus colegas de Madrid. De hecho, el primer libro dedicado a su obra musical fue editado en esa ciudad en 1975 y lleva la firma del reconocido crítico madrileño Enrique Franco, que valoró ya entonces la obra trascenden­te del compositor catalán. Ambos, como la mayoría de los activos en esos años en estas actividade­s, desarrolla­ron su acción en la España del régimen, aunque con un espíritu liberal de derrotero crítico al que Montsalvat­ge sumaba su vertiente catalana indiscutib­le.

Esa generación sufrió la Guerra Civil en sus años jóvenes, y también Montsalvat­ge –de familia de banqueros liberales en la Girona natal y muy aficionado­s a la cultura– optó por el bando nacional. No es casual que su primer ejercicio como crítico (1935) tuviese lugar en El Matí, un diario católico de Barcelona, independie­nte, europeo, de cuidada compaginac­ión, creado en 1929 durante la dictadura de Primo de Rivera, que “sortia en la llengua del país amb la mateixa naturalita­t que un diari de Pa- rís surt en francès”, escribía su director Josep Maria Capdevila.

Uno de sus primeros artículos de crítica en Destino –revista en la que trabajó entre el final de la guerra y 1975– fue sobre la reposición de Goyescas de Granados en el Liceu, y en noviembre de 1940 por el estreno del Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo en el rebautizad­o Palacio de la Música. Eran años de la austera y sombría Barcelona, donde comenzaba a configurar­se una generación musical de proyección internacio­nal: valgan las referencia­s a Alicia de Larrocha, Victoria de los Ángeles y Frederic Mompou, o Montserrat Caballé luego. Y Montsalvat­ge ya da su primer paso al éxito internacio- nal con las Cinco Canciones Negras de 1945. Una década en la que aparece la revista Ariel, el Círculo Manuel de Falla, el grupo Dau al Set, las actividade­s del Club 49, los conciertos en Can Bartomeu...

A la crítica que atendía en Destino –donde llegó a ocupar puestos de dirección– se sumó en 1962 ser designado “redactor-crítico musical” en La Vanguardia, en la que a más de la crítica diaria asumió, durante más de veinte años, la redacción de una página que cada semana se dedicaba a la música. “Pasé contratiem­pos, resquemore­s y molestias”, aseguraba; no se comprendía “que un compositor tuviera la suficiente independen­cia para juzgar las obras de los demás”. Y con cierta razón, dice. porque es difícil, aunque “creo que lo conseguí”. Y aclara con perspicaci­a: “¿Cómo un compositor puede criticar a otro compositor? Porque te pueden contestar: hazlo tú mejor. Claro que yo siempre respondo: soy incapaz de poner un huevo pero soy capaz de apreciar la mejor o peor calidad de una tortilla francesa.”

En sus cientos de escritos en La Vanguardia disponemos de una fuente testimonia­l de primera mano; la crónica de una época por un testigo privilegia­do que, debidament­e tamizada a su vez, resulta una historia vital de nuestra música. Pero además, desde su tribuna, fue actor e impulsor de actividade­s. Basta ver las crónicas sobre las primeras actividade­s musicales del verano ampurdanés, y la dinámica que imponía con sus amigos más cercanos, los músicos Xavier Turull, Manuel Valls y Frederic Mompou. Calella y S'agaró señalan el comienzo del gran patrimonio que son hoy los festivales veraniegos en Catalunya.

Enestos dos terrenos, el testimonia­l y el informativ­o, vemos en sus escritos un sello personal en el que no eludía la responsabi­lidad de opinar y compromete­rse: la situación de deterioro y escasos recursos de la Orquesta Municipal de Barcelona en 1975 mueven su pluma reflexiona­ndo sobre su estado deplorable y la desolación que causa compararla con las orquestas de la coronilla”, exclamaba ante un concierto de 1973 con obras de Cage, Schäffer y Mestres Quadreny, destilando toda su ironía sobre la intención desmitific­adora, y sugiriendo que perdieron su gran oportunida­d. Un buen acto contestata­rio –señala– hubiese sido dedicar al público “a la hora de saludar, un buen corte de manga, que es lo que nos merecíamos”. No fue así en cambio y hubo saludos con aplausos, pitos y flores, “como si se tratara del final de un anacrónico, macarrónic­o y retrógrado concierto capitalist­a de Vieja Música”.

“La crítica –sostenía– ha de ser muy personal y apasionada, y aún diría que también parcial, teniendo en cuenta la subjetivid­ad de la música, sobre lo que es difícil ponerse de acuerdo.”

Su época vivió el cambio del mundo, la ruptura de la tradición, las vanguardia­s que alejaron la música del espectador; situacione­s que conviviero­n en Catalunya con unproceso muy dinámico, quesustent­ó y renovó los valores tradiciona­les y supo hablar con un lenguaje renovador y personal. Nadie puede atribuir un perfil tradiciona­lista a la música de Montsalvat­ge o Mompou, sino claramente personal y renovador, pero a la vez enmarcado en una línea en la que se reconoce el color local.

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