La Vanguardia - Culturas

Vendrán más años malos

- JORDI AMAT

El filólogo más brillante de mi generación es Germán Labrador. Nació en 1980 en Vigo, se doctoró entre Salamanca y París, y, naturalmen­te, imparte sus clases fuera de España. Capital humano emigrado. Es profesor en Princeton. Hace pocos meses publicó un artículo tremendo en una de esas viejas catedrales académicas, la revista Hispanic Review. Analizaba una tipología de textos concebidos sin voluntad de ser inscritos en el campo de la alta cultura, pero que él escudriñab­a con las herramient­as de sistematiz­ación de discursos textuales: historias de vida con nombre y apellido destrozada­s por la crisis, microrrela­tos que de las páginas de sucesos han estado saltando a otros lugares (a las páginas de política, a las redes sociales, a las asambleas…).

En un país que parecía haberla desterrado del discurso público, ha irrumpido así, con toda su dureza, la miseria y la desesperac­ión que conlleva. Jóvenes que acumulan centenares de contratos temporales que no les dan para vivir, enfermos que empeoran aceleradam­ente porque la sanidad pública ya no tiene recursos para atenderlos… Y suicidios. Son los relatos del fin del estado del bienestar. Vidas individual­es que sacuden el espacio compartido por la ciudadanía. Vidas concretas capaces de representa­r en ellas mismas la crisis porque el drama que cuentan está imbricado a un sistema pervertido. Vidas subprime.

Reflexiona Labrador sobre el papel de la narración de esas experienci­as en el movimiento del 15-M. “Las identidade­s subprime en las asambleas permiten reinscribi­r las vidas socialment­e y poner en su lugar a las personas.” El impacto de los grupos antidesahu­cios, de hecho, ha tenido mucho que ver con su acierto al poner rostro a cada una de sus acciones. El banco no desahucia a gente innominada. Desahucia a la señora Justa y el colectivo defiende a esa mujer arrugada de 82 años que avaló a su yerno para que este pudiera solicitar un crédito y así pagar las deudas de su negocio y poder cerrarlo. La proliferac­ión de historias de vida como esta, que desenmasca­ran lo inhumano del Poder, acosan la política desde los márgenes, en una dinámica que va de abajo a arriba y que ha sido cómodo estigmatiz­ar como mera expresión antisistem­a. Pero, ¿qué ocurrirá cuándo la denuncia traspase el ámbito de lo en teoría subalterno y sea verbalizad­a también, con tono moderado pero contundent­e, por gentes de orden? Será la socializac­ión de la indignació­n. El cambio es profundo y podría abanderarl­o un alegato tan clarificad­or como Qué hacer con España, algo así como una versión con corbata y para estudiante­s engominado­s de Esade del ¡Indignaos! de Stéphane Hessel. Porque esto ya no es un gritomonji­l a lamoviliza­ción ni una catarata de SMS invitando a cercar el Parlament. Es un diagnóstic­o documentad­o, riguroso e implacable, que interpela directamen­te a nuestra clase política y que, si no se atiende de algún modo, creo, nos llevará definitiva­mente a todos –a usted y a mí y a nuestros hijos– al desastre.

El libro lo ha escrito César Molinas, máster en la London School of Economics, doctor en Economía por la Universita­t de Barcelona, director general del Ministerio de Econo- mía y Hacienda, figura destacada de la Comisión Nacional del Mercado de Valores… Este colaborado­r del diario LaVanguard­ia no encaja, pues, con el patrón del indignado que acampó en la plaza Catalunya. Pero el pasado 10 de septiembre publicó el artículo Una teoría de la clase política española en las páginas de El País cargado de razonada indignació­n. El texto, que se convirtió en uno de los artí-

En la tesis de Molinas, para salir de la crisis es irrenuncia­ble cambiar la clase política y, para ello, los partidos

culos de opinión más leídos de la historia de España, es el corazón del ensayo y se funda en un principio irrenuncia­ble: para salir de la crisis hay que cambiar la clase política y, para ello, hay que cambiar los partidos políticos. Este es el paso necesario para poder iniciar unas reformas de largo alcance (en la justicia y en las pensiones, en la universida­d, los sindicatos y en los organismos­reguladore­s…) cuyo objetivo ha de ser la modificaci­ón de la cultura del país. Una modificaci­ón que debería situar la mejora

del capi- tal humano como objetivo prioritari­o. Si no se sigue por esa senda (si no mejoramos en educación, investigac­ión y apoyo a los emprendedo­res), el resultado, más pronto o más tarde y dado que es improbable e indeseable que una nueva guerra mundial altere la globalizac­ión, parece anunciado: “España está perdida”. Fuera del euro, argentiniz­ada, pidiendo turno para ser otro más en la lista del subdesarro­llo.

El análisis de Molinas, sobre todo en la primera parte, es muy ambicioso. Entre sus libros de referencia cita La Méditerran­ée et le monde Méditerran­éen a l'époque de Philipe II. El clásico del estructura­lista Fernand Braudel postula que el cambio en la historia se produce por factores de distinta intensidad y duración, toda vez que realidades como las guerras o la geografía a veces son igual o más determinan­tes para explicar un hecho que los acontecimi­entos más recientes. Por ejemplo, a la hora de explicarse por qué la clase dirigente española se ha enriquecid­o más gracias al BOE que no apostando por la innovación se pregunta lo siguiente: ¿qué influencia ha podido tener en la configurac­ión de la cultura política española la decisión atípica (geocomerci­almente hablando) de apostar por Madrid como capital del país? Aislada de las vías de comunicaci­ón, la corte aprendió a enriquecer­se por el mero hecho de ser corte sin necesidad de producir ni arriesgar. Es una lógica que, al cabo de los siglos, se perpetúa en el palco del Bernabéu, donde políticos y constructo­res alternaron establecie­ndo el tipo de relaciones ilegítimas que inflaron la burbuja que nos ha estallado a todos en la cara. También a la señora Justa. Alterar esta dinámica enquistada, el capitalism­o castizo, implicaría una reforma de la mentalidad de políticos, jueces (“en los juzgados, rebosantes de funcionari­os, no ficha nadie”), de sindicatos y decanos. Implicaría reconocer que la autorregul­ación ha sido una estrategia de blindar privilegio­s gremiales. ¿Qué líder se atreve? ¿Por dónde empezamos?

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