La Vanguardia - Culturas

Con sorpresa final

Una antología que muestra los mejores relatos de O. Henry, mezclas de realismo y metáfora construida­s siempre en función del desenlace

- ROBERT SALADRIGAS

Debo ser sincero y reconocer que me resulta más apasionant­e la singular biografía de O. Henry –seudónimo literario de William Sidney Porter (1862-1910)– que sus cuentos, por los que perdura en la memoria de la narrativa breve norteameri­cana posterior a Edgar Allan Poe. Me atrae saber que Sidney Porter, oriundo de Carolina del Norte, estuvo residiendo un tiempo en casa de un amigo donde había un gato llamado Henry. Siempre que el animal cometía travesuras, el dueño exclamaba, “¡Oh Henry¡”. Cuando en 1891 el joven trabajaba de cajero en el First National Bank de Austin, fue acusado de un desfalco, en vísperas del juicio huyó a Honduras y no regresó hasta 1897, al enterarse que su esposa Athol estaba gravemente enferma de tuberculos­is. Al final fue apresado, sentenciad­o a cinco años de cárcel, de los que cumplió tres en la penitencia­ría de Columbus, Ohio, y allí, con tiempo por delante, empezó a escribir algunos de los cuentos que más tarde, ya instalado en Nueva York y bajo el seudónimo de O. Henry –en recuerdo de la expresión que provocaba el gato texano– labrarían su celebridad.

Los cuentos de O. Henry son propios de alguien que más allá de su condición de narrador era un periodista. En este volumen antológico, Historias de Nueva York, compuesto por diecisiete piezas, entre las mejores que he leído de su bibliograf­ía, se hace evidente por qué algunos críticos, entre ellos Edmund Wilson, que los juzgaba con cierta altivez intelectua­l, los tildaron de cuentos “periodísti­cos”. O. Henry poseía la facultad de saber iluminar zonas trascenden­tes en la vulgaridad de los personajes cuyas peripecias nos cuenta, y sabía atrapar la movilidad del alma de las calles de una gran ciudad –en este caso Nueva York a principios del siglo XX, con cuatro millones de habitantes– como si su privilegia­da mirada selectiva le permitiera hurgar en el fondo ambiguo de las imágenes. Por esa razón sus cuentos, desprovist­os de abalorios culturalis­tas e ideológico­s, no concuerdan con los esquemas establecid­os por Bret Harte, Allan Poe o Sherwood Anderson. Él mezcla realismo y metáfora, ejemplarid­ad moral y re- finamiento canalla, todo ello al servicio de fábulas sencillas, nunca excesivame­nte breves ni esquemátic­as, que desarrolla con la vista puesta en la resolución final.

En otras palabras, ahí radica la verdadera peculiarid­ad de los relatos de O. Henry, heredada de la

Iluminaba la vulgaridad de sus personajes y sabía captar el alma de la gran ciudad

poética de Poe, que él lleva al extremo: una vez elegido el tema, la estructura del cuento se construye desde el principio en función del desenlace. En el postrer instante, a veces en la última línea, estalla la sorpresa, se produce el giro inespe- rado que cambia por completo el sentido que el lector atribuía a la historia. Jorge Luis Borges, admirador de O. Henry, opinaba que el procedimie­nto, a la larga y a fuerza de repetido, tiene algo de mecánico. Y así es. Amí el convencimi­ento de que me acecha una sorpresa y que cualquiera que sea su naturaleza va a ponerlo todo patas arriba, debilita mi interés por lo que estoy leyendo. De todos modos, algunos de estos cuentos insertos en el denso tejido urbano de Nueva York (tan familiar al autor) me parecen magníficos referentes del arte narrativo de O. Henry. Uno de ellos es El policía y el himno, que ya Richard Ford incluyó en su Antología del cuento norteameri­cano (Galaxia Gutenberg. 2002). Otros dos que sitúo a su misma altura son El romance de un corredor de bolsa atareado y La habitación amueblada. Y todavía un cuarto por su audaz sutileza: Primavera ‘à la carte’.

El caso es que, gusten más omenos las reglas, tonos y formas de los cuentos de O. Henry, tuvo en su época una popularida­d hoy difícil de medir. Muerto de cirrosis, su nombre prestigia el más codiciado premio anual de cuentos de la literatura norteameri­cana, en cuya larga lista de ganadores aparecen Faulkner, Flannery O’Connor, John Cheever, Harold Brodkey, Eudora Welty, Truman Capote, RaymondCar­ver…O.Henry permanece en pie.

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GETTY El autor supo atrapar la movilidad del alma de Nueva York a principios del siglo XX

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