Canícula

Entramos en el corazón del verano. Falta poco para que el ojo de Sirio aparezca de madrugada, y en este mes que nos espera suelen ser los calores máximos, antes de que las tormentas de agosto nos encaminen a las primeras frescuras de la vuelta. Oiremos y leeremos las quejas de hoteleros por el descenso de ocupación, y en las cenas de despedida estival los amigos nos hablarán de destinos más cercanos y de estancias más breves. Pero los turistas están ahí, y durante unas semanas nos costará encontrar caras conocidas.

Aunque sigamos aquí por trabajo, parece que ha bajado el ritmo frenético de esas primeras semanas de verano en las que hay que acabar todos los proyectos pendientes, y la ausencia de compromisos sociales nos deja más tiempo para deambular al azar, y para detenernos en algunos sitios olvidados de puro conocidos y queridos. Intentemos un mapa cultural del vagabundo urbano estival.

Si el frescor de la mañana o los últimos calores de la tarde nos encuentran en la Ribera a una hora de poca cola ante las taquillas del Picasso, vale la pena entrar a ver la exposición de autorretratos del pintor que más se retrató a sí mismo. Personalmente, no puedo salir del Museo sin pararme un momento ante uno de mis cuadros preferidos: la vista del Paseo de Colón del año 17. Es un cuadro pequeñito, hecho con la soltura acumulada en diez años de cubismo, y refleja la alegría del pintor que está pasando una temporada en su pueblo, celebrando su éxito internacional y dejándose querer en aquella Barcelona optimista, huelguista y canalla donde empezaba a haber dinero serio. Es también un adiós: al cubismo, a punto de ser sustituido por la vuelta al orden de los años veinte, y a una ciudad que abandonaba definitivamente.

El café del museo es un lugar agradable para mirar los catálogos comprados antes de sepultarlos en los estantes de nuestra biblioteca, pero yo sugiero una visita al Xampanyet con su barra, memorable de montaditos y codazos.