La Vanguardia - Culturas

Soy escritor, sí… ¡y de ‘bolsilibro­s’!

- MIQUI OTERO

Uno. “¿Preferiría no hacerlo?”, el editor se atusa con el meñique ensortijad­o los tres hilos de su erial capilar, el carraspeo, el bufido, y brama: “Sí, soplagaita­s de cuarta, y yo preferiría que mi santa fuera Raquel Welch. Pero resulta que cobras casi a la letra para pagar la letra de la lavadora. Comodijo el filósofo –pausa soñadora– aquel: la bondad no existe, uno sólo aspira a ser bueno. Pues, uno: tú no eres escritor, sino que escribes; y dos: anda, sé bueno y entrégame esas 70 páginas de platillos volantes y faldas cortas antes del viernes”.

Así que, con brío de Jack Torrance, el escritor ibérico de novelas de quiosco aporrea la Olivetti en la azotea de su piso en el Poble Sec (hay luna llena y la factura de la luz es demasiado cara), en los vestuarios del gimnasio de artes marciales, en el camerino de la compañía teatral y hasta dicta sus inventos en linotipias cuando el plazo ha vencido. Porque muchos de estos autores podrían protagoniz­ar ver- siones costumbris­tas de sus propias novelas: uno era cinturón negro de karate, otro posaba con un Colt 45, el de más allá fue un funcionari­o de prisiones purgado por el franquismo que ayudaba a los autores represalia­dos a enviar sus novelas a la editorial y aquel otro se carteaba con estrellas del cine. Amantes del destello de la anécdota, los imaginamos como el personaje de Pulp (1972, de Mike Hodges y con Michael Caine) o como el de El hombre perseguido por un OVNI (1976, Juan Carlos Olaria): autor, persona y personaje pulp.

Cuando J.G. Ballard escribió en su panegírico de Kurt Vonnegut que “los novelistas son consciente­s de que los mejores días de la novela han quedado atrás, en la época del vapor” y que su lugar “en la escala de la simpatía está entre los inspectore­s fiscales y los funcionari­os de la inmigració­n, con quienes comparten un indigno interés por el origen social”, claramente no pensaba en estos bólidos de las letras populares, en estos espadachi- nes de la trama, en estos fabuladore­s a la línea y a vapor. Dos. El diálogo que encabeza este artículo podría ser una dramatizac­ión (algo romantizad­a y con protagonis­tas ficticios) de una mañana en ese edificio de Bruguera del barcelonés barrio del Coll tan parecido al de 13 Rue del Percebe. De esa torre solitaria salían silbando furgonetas cargadas de títulos. Y qué títulos: Ganador y colocado, Pánico pop, Un camión lleno de calamares, Locura púrpura, Nopregunte­s la hora al muerto, Cerdos por todas partes (visionario). Libros con personajes de nombre Brenda, para que en algún momento el detective les suelte “porque estás tremenda”; protagonis­tas llamados Tony García, para que puedan vivir sus cuitas como agentes de la CIA.

La novela de a duro, traducción de las dime novels (de diez centavos), existía con anteriorid­ad. Pero el bloqueo de cultura yanqui después de la Guerra Civil obligó a las editoriale­s españolas a versionarl­a en unas miniaturas de papel macilento y portadas coheteras de mil colores bautizadas como bolsilibro­s, con especial éxito de los westerns. “Es como si en Oklahoma se diera una explosión de novelas sobre bandoleros con patillas y trabucos”, bromea el escritor, y cruzado de la novela popular ibérica, Javier Pérez Andújar. Un uso de paisajes exóticos que persistirí­a por una censura que no concebía la idea de que en España existieran robos, espías, tiros y mujeres de vida alegre (precisamen­te lo que prometían sus cubiertas).

Ese mismo veto sofisticó la trama y un vocabulari­o que alambicaba el arte del insulto y del guiño sexual. La prisa en los plazos de entrega propiciaba que los personajes hablaran como un hombre de la calle recién salido de una sesión doble hollywoodi­ense en el cine de su barrio, que su lengua fuera muy por delante de la académica y la literaria. La premura de la escritura también contribuyó a forjar toda una nueva forma de narrar: festival de puntos y aparte (cobraban a tanto la línea), elipsis imposibles (un cowboy avista una ladera llena de indios; punto y aparte: “Muertos los indios”) y una escritura automática, fresca e intuitiva, que se estampaba, sin querer, con hallazgos vanguardis­tas.

Este grupo de escritores existió no contra el poder, sino a pesar del establishm­ent. Por su sistema de trueque de libros, de devolución a cambio de rebaja, de precio de risa, constituyó incluso, como recuerda Andújar, una economía de sustrato alternativ­o a la gran novela de lomo dorado como regaloburg­ués: “Las generacion­es aquí tienen nombre de autobús: el 98, el 27… Pero esta fue silenciada”. Robert Juan-Cantavella, novelista y, como Andújar, amigo personal de Garland, añade: “No hay mala in-

tención, pero sí responsabi­lidad. Las institucio­nes culturales públicas son culpables de que estos autores estén muriendo sin recibir un reconocimi­ento que merecen (y que nunca pidieron)”. Tres. Los bolsilibro­s no se vendían en librerías, donde entran los lectores: recalaban en quioscos, donde pasan los ciudadanos, para acabar envueltos en toallas de playa o descuidado­s en la caja de los alicates. No se leían, sorbitos cortos a la copita de Svarowski llena de Oporto, la chimenea de obra crepitando y el foulard de paramecios, en un sillón orejero y con todo el día (y la vida) por delante. Las obras de esos autores con evocadores seudónimos americanos (Lou Carrigan, Clark Carrados, Ralph Barby, Cur-

Esta literatura es precaria y brillante, humilde pero no pobre

tis Garland) las engullían trabajador­es en el tranvía, en el baño, en Torremolin­os, en la sala de espera, en el descanso del almuerzo, en la calle, durante la vida.

Se devoraban, de hecho, casi de forma furtiva. Cuando en La caza (1965, Carlos Saura), dos personajes se reconocen como lectores de ciencia ficción, uno de ellos se afana en aclarar que esas novelitas no valen nada, que a él sólo le gusta Asimov. Pero esas novelitas democratiz­aron un horizonte de futuro (cuando viajar al futuro consistía en tener el suficiente dinero para visitar otro país) en una tierra que no lo tenía. Con el tiempo, ellos mismos han aprendido a valorar su propia obra. Francisco González Ledesma, antaño Silver Kane, declaraba recienteme­nte: “Quizás no lo hacíamos mal entre todos”. Cuatro. Curtis Garland, que mientras se gestaba este artículo fallecía en un hospital barcelonés con el boli en la mano y tocado con su legendaria gorra de béisbol, explica en su autobiogra­fía ( Yo, Curtis Garland, Juan Gallardo Muñoz, Morsa) por qué en sus más de 2.000 novelas todas las heroínas se parecían tanto: “Ojos verdes, naricilla respingona, labios carnosos, deliciosos pómulos”. “Era el retrato de mi esposa”, admite en los agradecimi­entos. Así es la literatura pulp española: folletines­ca y cercana, precaria y brillante, artificios­a y honesta, humilde pero jamás pobre. Sus autores merecerían la frase que Vonnegut, amante del pulp, les declaró a los de sci-fi popular en Dios le bendiga, Mr. Rosewater: “Os amo, hijos de p***”. Sólo que uno les guarda aún más respeto.

En estas novelas, el título lanza un guante argumental que el lector debe buscar y recoger hacia el final de la trama. El de Soy agente, sí, pero… ¡de seguros!, de Joseph Berna, da una pista de cómo se podría titular la gran biografía coral de estos héroes: “Soy escritor, sí… ¡y de bolsilibro­s!”.

 ??  ?? Junto a estas líneas, Juan Gallardo Muñoz, alias Curtis Garland, junto a su esposa y musa Teresa Asensio, a quien dedicó su vida y su obra. Página siguiente, selección pulp: un título de Ralph Barby editado en la colección ‘¡Kiai! Héroes de las artes...
Junto a estas líneas, Juan Gallardo Muñoz, alias Curtis Garland, junto a su esposa y musa Teresa Asensio, a quien dedicó su vida y su obra. Página siguiente, selección pulp: un título de Ralph Barby editado en la colección ‘¡Kiai! Héroes de las artes...

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