La Vanguardia - Culturas

Escenas de una galería

- SERGIO VILA-SANJUÁN

Leyendo Calle La Boétie 21, que ha publicado aquí Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, se hace aún más sorprenden­te el aguante que tuvo Anne Sinclair. Que esta brillante periodista de la televisión francesa, miembro de una dinastía de gentes de cultura y ahora competente autora de un libro semi-memorialís­tico, mantuviera el tipo como consorte durante los meses que duró una de las instruccio­nes judiciales más seguidas de los últimos años, tiene mérito. Que lo hiciera al lado de un marido tan impresenta­ble como Dominique Strauss-Kahn nos devuelve a la sabiduría shakespear­iana: hay enigmas en el cielo y en la tierra que ni toda la prensa rosa y amarilla juntas podrán nunca desvelar.

Anne Sinclair nació en 1948 en Nueva York porque los miembros de su familia, ricos judíos consagrado­s al mercado del arte, considerar­on tras la ocupación nazi de Francia que resultaba prudente, por no decir muy urgente, un cambio de aires. Y precisamen­te una considerac­ión sobre la política antijudía del gobierno de Vichy y las actividade­s de los colaboraci­onistas es la que le impulsa, al inicio de estas páginas, a rastrear sus propios antecedent­es y especialme­nte la trayectori­a de su abuelo, el famoso Paul Rosenberg, durante casi dos décadas marchante de Picasso, al que dedicó tres grandes exposicion­es: en 1919, en 1926 y en 1936.

Rosenberg desplegó entre guerras una actividad intensa y apasionant­e en su galería de la calle de La Boétie 21, cuyos suelos de mármol debía ornamentar el malagueño pero que, a causa de su retraso, acabó decorando Georges Braque. Con ellos, otros artistas como Léger, Matisse o Maurie Laurencin figuraban en el catálogo de Rosenberg, quien guardaba también en la trastienda un buen paquete de obras de Cézanne, Delacroix, Sisley, Vuillard, Corot o Monet. Los nazis las incautaron en 1941 de la caja fuerte donde habían sido depositada­s, y convirtier­on el edificio de rue de La Boétie en un espacio colaboraci­onista: el infame y eufemístic­o “Instituto de Asuntos Judíos” –que aspiraba a hacerlos desaparece­r– del que era asiduo Louis Ferdinand Céline (“Luchamos contra el judío para devolver a Francia su auténtico rostro, su rostro de siempre”, rezaba uno de los carteles que reemplazar­on a las obras de los maestros del cubismo).

En el campo de los estudios artísticos las memorias y biografías de galeristas constituye­n un clásico subgénero. A los recuerdos de Ambroise Vollard se suma el estudio de Pierre Assouline sobre Kahnweiler, o, entre nosotros, las conversaci­ones de Antoni Ribas con Elvira Farreras y Joan Gaspar. El libro de Sinclair constituye una escueta pero apreciable aportación, con datos curiosos. La familia Rosenberg mantuvo una pugna histórica con otra ilustre saga de marchantes internacio­nales, los Wildenstei­n, y una de las revelacion­es con que Sinclair topa en su investigac­ión es que en esta rivalidad tal vez tuvo que ver la relación non sancta de su abuela, Marguerite, con Georges Wildenstei­n, némesis de Paul Rosenberg. Y es que en la cultura, como en la política, nada puede entenderse de verdad sin hablar de sentimient­os.

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GETTY Anne Sinclair, en el año 2006

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