Escenas de una galería
Leyendo Calle La Boétie 21, que ha publicado aquí Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, se hace aún más sorprendente el aguante que tuvo Anne Sinclair. Que esta brillante periodista de la televisión francesa, miembro de una dinastía de gentes de cultura y ahora competente autora de un libro semi-memorialístico, mantuviera el tipo como consorte durante los meses que duró una de las instrucciones judiciales más seguidas de los últimos años, tiene mérito. Que lo hiciera al lado de un marido tan impresentable como Dominique Strauss-Kahn nos devuelve a la sabiduría shakespeariana: hay enigmas en el cielo y en la tierra que ni toda la prensa rosa y amarilla juntas podrán nunca desvelar.
Anne Sinclair nació en 1948 en Nueva York porque los miembros de su familia, ricos judíos consagrados al mercado del arte, consideraron tras la ocupación nazi de Francia que resultaba prudente, por no decir muy urgente, un cambio de aires. Y precisamente una consideración sobre la política antijudía del gobierno de Vichy y las actividades de los colaboracionistas es la que le impulsa, al inicio de estas páginas, a rastrear sus propios antecedentes y especialmente la trayectoria de su abuelo, el famoso Paul Rosenberg, durante casi dos décadas marchante de Picasso, al que dedicó tres grandes exposiciones: en 1919, en 1926 y en 1936.
Rosenberg desplegó entre guerras una actividad intensa y apasionante en su galería de la calle de La Boétie 21, cuyos suelos de mármol debía ornamentar el malagueño pero que, a causa de su retraso, acabó decorando Georges Braque. Con ellos, otros artistas como Léger, Matisse o Maurie Laurencin figuraban en el catálogo de Rosenberg, quien guardaba también en la trastienda un buen paquete de obras de Cézanne, Delacroix, Sisley, Vuillard, Corot o Monet. Los nazis las incautaron en 1941 de la caja fuerte donde habían sido depositadas, y convirtieron el edificio de rue de La Boétie en un espacio colaboracionista: el infame y eufemístico “Instituto de Asuntos Judíos” –que aspiraba a hacerlos desaparecer– del que era asiduo Louis Ferdinand Céline (“Luchamos contra el judío para devolver a Francia su auténtico rostro, su rostro de siempre”, rezaba uno de los carteles que reemplazaron a las obras de los maestros del cubismo).
En el campo de los estudios artísticos las memorias y biografías de galeristas constituyen un clásico subgénero. A los recuerdos de Ambroise Vollard se suma el estudio de Pierre Assouline sobre Kahnweiler, o, entre nosotros, las conversaciones de Antoni Ribas con Elvira Farreras y Joan Gaspar. El libro de Sinclair constituye una escueta pero apreciable aportación, con datos curiosos. La familia Rosenberg mantuvo una pugna histórica con otra ilustre saga de marchantes internacionales, los Wildenstein, y una de las revelaciones con que Sinclair topa en su investigación es que en esta rivalidad tal vez tuvo que ver la relación non sancta de su abuela, Marguerite, con Georges Wildenstein, némesis de Paul Rosenberg. Y es que en la cultura, como en la política, nada puede entenderse de verdad sin hablar de sentimientos.