Cuando la vida aún nos espera
El director italiano estrena un film intenso, modesto, una historia de comprensión entre dos jóvenes que intentan superar sus traumas
Muchos de los que éramos adolescentes a mediados de los años setenta y nos inoculamos el virus de la cinefilia en esa misma época tenemos en Bernardo Bertolucci a uno de nuestros referentes primordiales. Películas tan intensas como El conformista, El último tango en París o Novecento invadieron para siempre nuestro imaginario, nos conmovieron, nos influyeron ética y estéticamente y, de hecho, contribuyeron a despertar más de una vocación.
Por eso, el retorno al cine del director tras casi una década de ausencia por culpa de esa maldita enfermedad que lo ha dejado postrado en una silla de ruedas tiene algo de especial, como el reencuentro con un viejo y entrañable amigo. Y un reencuentro así, de entrada, no se analiza con frialdad, sino que, sobre todo, se celebra. Más aún cuando uno se topa con una obra como Tú y yo, que desarma con su aplastante sencillez, con su emotividad, con esa desnudez expresiva que la convierte en un viaje hacia la más pura esencia del cine de su autor.
A priori, se diría que Tú y yo entronca directamente con Soñadores, la anterior película del cineasta, como si formara un díptico con ella y el tiempo casi se hubiera detenido: jóvenes contestatarios y aislados del mundanal ruido, enclaustramiento voluntario, búsqueda de identidades todavía en germen… Pero, pese a las innegables similitudes, la actitud de Bertolucci ha cambiado.
Soñadores era, sí, una obra más ambiciosa y arriesgada, con el contexto del Mayo francés otorgando pedigrí y con las citas y los juegos cinéfilos emplazados en primer término. Había en ella episodios auténticamente sublimes, pero también otros un tanto forzados, a veces al borde del ridículo. Tú y yo, por el contrario, aparece como un filme mucho más modesto, pero que logra culminar todo lo que se propone. Da la impresión de que el cineasta es consciente de que ya no tiene nada que demostrar, que no necesita forzar las situaciones para epatar al espectador, y el filme desprende la dicha del reencuentro con el propio cine, con el placer de narrar. El tratamiento que efectúa de la drogadicción de Olivia, la protagonista femenina, es, en esta orientación, muy ilustrativo. Bertolucci recrea el síndrome de abstinencia y el proceso de su superación en toda su crudeza, con lentitud, sin embellecerlo, pero al mismo tiempo reflejándolo desde una empatía comprensiva, adulta, con un equilibrio encomiable. Proporciona, así, toda una lección a esa legión de presuntos cineastas que no entienden –ni entenderán jamás– lo que significa el concepto de puesta en escena y que, con la frívola complicidad de una cámara al hombro incontrolada e indiscriminada, apuestan por el efectismo fácil y un realismo barato que enuncia más que denuncia.
En Tú y yo la poesía aflora poco a poco y en silencio, a través de una trama minimalista que huye de estruendos (melo)dramáticos pero que destila una gran carga de verdad. Lorenzo, adolescente in-
En el personaje de Olivia se rastrea la huella de otras jóvenes heroínas bertoluccianas, chicas inconformistas, curiosas, con un halo desafiante y una fragilidad que las hace vulnerables
trovertido hasta lo enfermizo, decide esconderse por unos días en el sótano de su casa, refugiado en su propio egocentrismo. Lo simbólico, aunque presente, se supedita por fortuna a lo real, a los esfuerzos de Lorenzo y de su hermanastra Olivia por interiorizar la diferencia, por alcanzar la autoaceptación. En este sentido, y a través de una relación muy especial y muy bien descrita en su progresión, ambos se ayudarán mutuamente de un modo imprevisto. Lorenzo se convierte en interlocutor de Olivia, le ofrece un andamiaje en la realidad a partir del cual ella puede empezar a reflexionar con serenidad sobre sí misma, a establecer un balance y proyectar un deseo de futuro. Y ella, a su vez, propicia que el muchacho abandone su solipsismo, le fuerza a abandonar su cápsula física y mental, a abrirse a la vida que está ahí fuera, esperándole.
El pasaje en el que ambos, por
fin abrazados, bailan al son del Space Oditty de David Bowie, aquí italianizado y convertido en un explícito Ragazzo solo, ragazza sola, supone el instante catártico, la plasmación visual del milagro que se ha ido incubando durante esta peculiar relación literalmente underground.
En el personaje de Olivia, bravamente defendido por Tea Falco, se rastrea con facilidad la huella de otras jóvenes heroínas bertoluccianas, como la Lucy de Belleza robada o la propia Isabella de Soñadores, chicas inconformistas, curiosas, dotadas de un evidente halo desafiante, pero también con una crucial fragilidad de fondo que las hace vulnerables. Incluso parece lícito atisbar en Olivia reminiscencias de la protagonista de El último tango en París, aventurera vacilante y dubitativa, oscilante entre la dulzura y la crueldad, entre el desenfado del juego y la tristeza de la soledad. Después de todo, Olivia aparece como una suerte de representación tardía de la rebeldía y la ulterior frustración de los setenta, como una especie de revenante del cine pretérito del autor. La tendencia autodestructiva, la droga, la gestualidad, el deseo de exploración, el impulso creativo… todo en ella remite a una iconografía muy determinada, y su final armonización con el joven Lorenzo, exponente de este presente nuestro repleto de virtualidades y de miedos a lo presencial, contribuye una hermosa expresión del deseo de compatibilizar el pasado y el presente.
Acaso el gran éxito de Bertolucci haya consistido no ya en regresar con un filme notable, que también, sino en hacerlo además conciliando, el hoy y el ayer sin estériles nostalgias, desde el prisma de una perenne modernidad que, con orgullo de estirpe, se resiste a fenecer.