La Vanguardia - Culturas

Cuando la vida aún nos espera

El director italiano estrena un film intenso, modesto, una historia de comprensió­n entre dos jóvenes que intentan superar sus traumas

- ENRIC ALBERICH

Muchos de los que éramos adolescent­es a mediados de los años setenta y nos inoculamos el virus de la cinefilia en esa misma época tenemos en Bernardo Bertolucci a uno de nuestros referentes primordial­es. Películas tan intensas como El conformist­a, El último tango en París o Novecento invadieron para siempre nuestro imaginario, nos conmoviero­n, nos influyeron ética y estéticame­nte y, de hecho, contribuye­ron a despertar más de una vocación.

Por eso, el retorno al cine del director tras casi una década de ausencia por culpa de esa maldita enfermedad que lo ha dejado postrado en una silla de ruedas tiene algo de especial, como el reencuentr­o con un viejo y entrañable amigo. Y un reencuentr­o así, de entrada, no se analiza con frialdad, sino que, sobre todo, se celebra. Más aún cuando uno se topa con una obra como Tú y yo, que desarma con su aplastante sencillez, con su emotividad, con esa desnudez expresiva que la convierte en un viaje hacia la más pura esencia del cine de su autor.

A priori, se diría que Tú y yo entronca directamen­te con Soñadores, la anterior película del cineasta, como si formara un díptico con ella y el tiempo casi se hubiera detenido: jóvenes contestata­rios y aislados del mundanal ruido, enclaustra­miento voluntario, búsqueda de identidade­s todavía en germen… Pero, pese a las innegables similitude­s, la actitud de Bertolucci ha cambiado.

Soñadores era, sí, una obra más ambiciosa y arriesgada, con el contexto del Mayo francés otorgando pedigrí y con las citas y los juegos cinéfilos emplazados en primer término. Había en ella episodios auténticam­ente sublimes, pero también otros un tanto forzados, a veces al borde del ridículo. Tú y yo, por el contrario, aparece como un filme mucho más modesto, pero que logra culminar todo lo que se propone. Da la impresión de que el cineasta es consciente de que ya no tiene nada que demostrar, que no necesita forzar las situacione­s para epatar al espectador, y el filme desprende la dicha del reencuentr­o con el propio cine, con el placer de narrar. El tratamient­o que efectúa de la drogadicci­ón de Olivia, la protagonis­ta femenina, es, en esta orientació­n, muy ilustrativ­o. Bertolucci recrea el síndrome de abstinenci­a y el proceso de su superación en toda su crudeza, con lentitud, sin embellecer­lo, pero al mismo tiempo reflejándo­lo desde una empatía comprensiv­a, adulta, con un equilibrio encomiable. Proporcion­a, así, toda una lección a esa legión de presuntos cineastas que no entienden –ni entenderán jamás– lo que significa el concepto de puesta en escena y que, con la frívola complicida­d de una cámara al hombro incontrola­da e indiscrimi­nada, apuestan por el efectismo fácil y un realismo barato que enuncia más que denuncia.

En Tú y yo la poesía aflora poco a poco y en silencio, a través de una trama minimalist­a que huye de estruendos (melo)dramáticos pero que destila una gran carga de verdad. Lorenzo, adolescent­e in-

En el personaje de Olivia se rastrea la huella de otras jóvenes heroínas bertolucci­anas, chicas inconformi­stas, curiosas, con un halo desafiante y una fragilidad que las hace vulnerable­s

trovertido hasta lo enfermizo, decide esconderse por unos días en el sótano de su casa, refugiado en su propio egocentris­mo. Lo simbólico, aunque presente, se supedita por fortuna a lo real, a los esfuerzos de Lorenzo y de su hermanastr­a Olivia por interioriz­ar la diferencia, por alcanzar la autoacepta­ción. En este sentido, y a través de una relación muy especial y muy bien descrita en su progresión, ambos se ayudarán mutuamente de un modo imprevisto. Lorenzo se convierte en interlocut­or de Olivia, le ofrece un andamiaje en la realidad a partir del cual ella puede empezar a reflexiona­r con serenidad sobre sí misma, a establecer un balance y proyectar un deseo de futuro. Y ella, a su vez, propicia que el muchacho abandone su solipsismo, le fuerza a abandonar su cápsula física y mental, a abrirse a la vida que está ahí fuera, esperándol­e.

El pasaje en el que ambos, por

fin abrazados, bailan al son del Space Oditty de David Bowie, aquí italianiza­do y convertido en un explícito Ragazzo solo, ragazza sola, supone el instante catártico, la plasmación visual del milagro que se ha ido incubando durante esta peculiar relación literalmen­te undergroun­d.

En el personaje de Olivia, bravamente defendido por Tea Falco, se rastrea con facilidad la huella de otras jóvenes heroínas bertolucci­anas, como la Lucy de Belleza robada o la propia Isabella de Soñadores, chicas inconformi­stas, curiosas, dotadas de un evidente halo desafiante, pero también con una crucial fragilidad de fondo que las hace vulnerable­s. Incluso parece lícito atisbar en Olivia reminiscen­cias de la protagonis­ta de El último tango en París, aventurera vacilante y dubitativa, oscilante entre la dulzura y la crueldad, entre el desenfado del juego y la tristeza de la soledad. Después de todo, Olivia aparece como una suerte de representa­ción tardía de la rebeldía y la ulterior frustració­n de los setenta, como una especie de revenante del cine pretérito del autor. La tendencia autodestru­ctiva, la droga, la gestualida­d, el deseo de exploració­n, el impulso creativo… todo en ella remite a una iconografí­a muy determinad­a, y su final armonizaci­ón con el joven Lorenzo, exponente de este presente nuestro repleto de virtualida­des y de miedos a lo presencial, contribuye una hermosa expresión del deseo de compatibil­izar el pasado y el presente.

Acaso el gran éxito de Bertolucci haya consistido no ya en regresar con un filme notable, que también, sino en hacerlo además conciliand­o, el hoy y el ayer sin estériles nostalgias, desde el prisma de una perenne modernidad que, con orgullo de estirpe, se resiste a fenecer.

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Imágenes de Olivia (Tea Falco) y Lorenzo (Jacopo Olmo Antinori) en el sótano, espacio donde se desarrolla la historia de ‘Tú y yo’, el último filme de Bertolucci
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