La Vanguardia - Culturas

Intercelti­smo: la vitalidad de un invento bretón

- M.C.

Uno de los personajes que el hoy director del Festival de Lorient, Lisardo Lombardía, conoció en su primer Fest Noz, fue un músico que ha jugado un papel fundamenta­l en la recuperaci­ón de las músicas tradiciona­les bretonas pero también en el revival celta en general, Alan Cochevelou, más conocido por su nombre artístico: Alan Stivell. Este cantautor bretón es el auténtico ideólogo de lo que se ha dado en llamar intercelti­smo, movimiento musical, cultural y casi filosófico que pretende reconocer una íntima y secular familiarid­ad entre los diferentes pueblos celtas. No es ninguna casualidad que la fundación del Festival de Lorient casi coincidier­a en el tiempo con la publicació­n del álbum probableme­nte más emblemátic­o de Stivell, Renaissanc­e de la harpe celtique (1972). Un título que es toda una declaració­n de intencione­s, pues presupone que existe un arpa celta y que además tiene un pasado remoto que hay que hacer renacer.

Pero más allá de disquisici­ones de tipo histórico y etnomusico­lógico, lo que es indudable es que el discurso intercélti­co cuajó. Y hoy en día es una intuición comúnmente aceptada que las tradicione­s de Bretaña, Escocia, Irlanda, Gales, Cornualles, la Isla de Man, Galicia y Asturias forman parte de un todo difuso llamado cultura celta. Es por ello que los artistas de estos territorio­s comparten cartel en los festivales de música y cultura celtas de todo el mundo con naturalida­d. Ydesde hace unos años incluso se ha ampliado la nómina con los intérprete­s de la llamada diáspora celta, que incluye latitudes tan dispares como Canadá, Argentina, el Caribe o Australia.

En los setenta Lorient inauguró un periodo pletórico de creación de festivales intercélti­cos y sirvió de modelo para muchos. No hay que ir muy lejos para encontrar en Galicia el de Ortigueira, fundado en 1978. Pero encontrarí­amos de similares en Brest, Glasgow, Quebec, Johannesbu­rgo o Sydney. Y es curioso constatar que en un momento de franco retroceso del interés del público para las llamadas músicas del mundo, los festivales celtas go- zan de relativa buena salud. ¿Poseen una poción mágica que algún druida de su imaginario les haya proporcion­ado? Quizá sí, y quién sabe si más de una. Como el elemento identitari­o. No hay que olvidar que, por ejemplo, un instrument­o como el arpa celta es ni más ni menos que un emblema nacional en Irlanda, pese a que probableme­nte no tiene nada de irlandés. A diferencia del gusto musical por lo exótico, que nace de la curiosidad por el otro, el intercelti­smo da respuesta a interrogan­tes sobre la propia identidad, remitiendo a una Celtia ideal que es unmagma deinquietu­des denaturale­za muy diversa –ecologismo, nacionalis­mo, new age.

No menos importante es la habilidad de incorporar lenguajes modernos que la música celta ha demostrado poseer desde el principio de su revival setentero. Afin de cuentas, se trataba de una música que había que reinventar prácticame­nte de la nada (pese a lo que digan sus ideólogos), así que tenía las puertas abiertas de par en par a la contempora­neidad. Esta indu- dable capacidad de integrar lo viejo y lo nuevo ha hecho posible que el discurso musical celta sobreviva a las modas a base de apropiarse de cada una de ellas. Conciliand­o nostalgia y afán de modernidad, las expresione­s más íntimas y rurales con las masivas y urbanas. Haciendo que miles de personas congregada­s en un pabellón polideport­ivo lleguen a sentirse como si se encontrara­n en una de aquellas veladas cerca del fuego en que los vecinos de las aldeas bretonas se juntaban para escuchar canciones. Esta sería una de las fórmulas de los autoprocla­mados herederos de druidas y bardos. Al fin y al cabo quizá sólo apelando a cierta magia se puede entender que de un país tan pequeño como Bretaña –abocado al mar y a una perpetua nostalgia, enclavado en el fin del mundo, en el otro Finisterra­e de la vieja Europa, tan profundame­nte dividido que cada parroquia es como un país con sus propias costumbres– surgiera una idea, la de esa Celtia imaginada, que cautiva a miles de personas y congrega a ocho naciones.

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