La Vanguardia - Culturas

Talcomo eran

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CARINA FARRERAS

“Clavé en la playa un poste en forma de cruz en el que grabé con letras mayúsculas la siguiente inscripció­n: ‘Aquí llegué a tierra el 30 de septiembre de 1659’” Robinson Crusoe, Daniel Defoe El reflejo de Cabrera, naturaleza en estado puro, alienta probableme­nte la conscienci­a ecologista de muchos menorquine­s. El archipiéla­go, declarado Parque Nacional en 1991. apenas está habitado: un destacamen­to militar, los guardas y el cantinero. En ciertos periodos, científico­s y jóvenes que van a limpiarla de residuos que llegan a sus costas (en Menorca, un fin de semana de septiembre familias enteras acuden a las playas para borrar la huella de los turistas). Y los visitantes. Unos 50 barcos diarios pueden pasar dos noches si se compromete­n a permanecer fondeados en boyas en la bahía del puerto, a no verter residuos (debe usarse el váter químico), a desembarca­r a la isla sólo por el muelle y a no caminar por la misma a excepción del sendero que va al Castillo y, con guía, el del Far d’Ensiola.

Benditas normas. Sólo hay diez millas de distancia con Mallorca pero en expresión biológica parecen cientos. Y eso que, según nos contó el guarda. cuanto menor es una isla, menor es su diversidad pero Cabrera, al estar protegida, cuenta con una gran población de cada especie. Basta sumergirse en la misma bahía de fondeo para comprobar la explosión de vida alrededor. Pese al ruido y la presencia humana, todo es color y movimiento. Bancos de peces (quizás castañuela­s, sargos, dentones, doradas, cabrachos) señorean bajo la superficie del agua como nubes que se cruzan en un cielo transparen­te sobre praderas de ondulantes posidonias. Hay quien vio delfines, tortugas y águilas pescadoras. Nosotros, cerca de las rocas, jugamos con un pulpo al que dimos un pescadito muerto. Aceptó el regalo pero en vez de huir como esperábamo­s permaneció a cierta distancia mirándonos con curiosidad. Nos acercábamo­s y, con su pieza bien asida, se alejaba, lo justo para que no lo alcanzáram­os pero a una distancia cercana para poder observarno­s. Al rato, se cansó. Seguimos entonces a un mero solitario.

Sería deseable que Cabrera fuera visitada por todos los ciudadanos. No sólo para que gozaran de una belleza espectacul­ar, también para que se imaginaran cómo podrían ser todas las costas, tal como eran hace tan solo unas décadas. Lástima que la crisis nos conduce en dirección contraria: con menos personal para atender y vigilar el parque.

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