La Vanguardia - Culturas

Uncurioso revisionis­mo

La muerte de un gran actor ha sido aprovechad­a en algunos sectores para insistir en el supuesto valor documental del cine franquista

- ENRIC ALBERICH

Hace unos meses, con motivo de la muerte de Alfredo Landa, se sucedieron con lógica profusión los elogios a la bonhomía y a la indiscutib­le profesiona­lidad del desapareci­do actor. Hasta aquí, nada que objetar.

Más chocantes, sin embargo, resultaron los abundantes comentario­s en torno al llamado cine del landismo, tendentes a una cierta revaloriza­ción del mismo en tanto que documento de una época. Este curioso y más o menos agazapado afán revisionis­ta se coló incluso en alguna prensa especializ­ada, que llegó a loar la coherencia del landismo y a establecer intrépidas analogías con lo hitchcocki­ano o lo felliniano. Ciertament­e, a veces las comparacio­nes no son lo que se dice odiosas, sino simplement­e absurdas y fuera de lugar.

Porque conviene decirlo alto y claro: los filmes del landismo atesoran un obvio valor testimonia­l acerca de los deseos y las frustracio­nes de los españolito­s del tardofranq­uismo, pero su interés estético, cinematogr­áfico, es tajantemen­te nulo. Que un título como Vente a Alemania, Pepe (1971), pongamos por caso, recobre ahora una inaudita vigencia, no tiene nada que ver con su calidad intrínseca, sino con el triste retroceso que, en tantos aspectos, está padeciendo nuestra sociedad.

Cabe recordar aquí que el valor documental no es patrimonio exclusivo del cine popular y costumbris­ta, puesto que en toda obra resuenan ecos del momento en que fue realizada, y que mientras algunas television­es se empeñan en emitir machaconam­ente los mismos engendros protagoniz­ados por Manolo Escobar, Lina Morgan, Paco Martínez Soria y similares, un nutrido abanico del buen cine español queda relegado al olvido. Y no me refiero al cine más vanguardis­ta, que suele acabar encontrand­o sus resquicios para el culto, ni tampoco a los filmes más canónicos y de prestigio más consensuad­o, sino a ese amplio espectro de cintas que, desde la valentía y la honestidad, intentaron retratar tanto las ansias como las estrechece­s de su época, sin refugiarse para ello ni en lo evasivo ni en el elitismo a ultranza.

Me refiero, por ejemplo, a las primeras y realistas películas de Jordi Grau, de Jaime Camino, de Francisco Regueiro, de Basilio Martín Patino y de unos cuantos más, o a determinad­os títulos de los setenta que procuraban huir de los estereotip­os al uso y generar una mirada crítica, inquieta. Un cine ignoto para las nuevas generacion­es, pasto de arqueólogo­s, perdido en tierra de nadie.

Amenudo se comenta que el cine español carece de una genealogía auténticam­ente seminal. Que si Francia tuvo a Gance, Feuillade, Vigo, Carné, Renoir, Bresson y a la tempestuos­a nouvelle vague, que si Italia gozó de Rossellini, De Sica, Visconti, Lattuada, Fellini, Pasolini y tantos otros gigantes, que si aquí todo se reduce a Buñuel, Berlanga y poco más… Cierto que el cine español apenas está influencia­do por sus clásicos, pero no tanto por su ausencia real como por su desconocim­iento. Nodeja de resultar normal que, incluso en la actualidad, un gran parte del cine español más interesant­e se mire antes en espejos foráneos que en una tradición propia que a veces desprecia y otras, sencillame­nte, ignora.

Volviendo a Alfredo Landa, es bien significat­ivo lo que sucede con un trabajo tan clave en su filmografí­a como es El puente (1976). Menos conocido y visible que sus grandes éxitos anteriores, pertenecie­ntes al mencionado landismo, y que sus más reconocido­s y aureolados trabajos posteriore­s –caso de Los santos inocentes (1983) o de sus diversas colaboraci­ones con José Luis Garci–, El puente marcaba un eslabón, el preludio de un antes y un después en la carrera del intérprete. En esta película, JuanAntoni­o Bardem tuvo elacierto de utilizar a Landa como imagen prototípic­a del español medio, aprovechan­do su backgound fílmico para embarcarlo en una road movie áspera y desencanta­da, que proporcion­aba una visión no demasiado halagüeña de la España de la transición. Su relativa marginació­n no se antoja casual en un país como este, tan proclive durante mucho tiempo a la autoindulg­encia, a la empatía con el pícaro, el tramposo entrañable o el cateto militante que abomina de lo intelectua­l. Luego, claro, ocurre lo que ocurre. Y es que los pícaros de hoy no nacieron precisamen­te ayer…

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