Uncurioso revisionismo
La muerte de un gran actor ha sido aprovechada en algunos sectores para insistir en el supuesto valor documental del cine franquista
Hace unos meses, con motivo de la muerte de Alfredo Landa, se sucedieron con lógica profusión los elogios a la bonhomía y a la indiscutible profesionalidad del desaparecido actor. Hasta aquí, nada que objetar.
Más chocantes, sin embargo, resultaron los abundantes comentarios en torno al llamado cine del landismo, tendentes a una cierta revalorización del mismo en tanto que documento de una época. Este curioso y más o menos agazapado afán revisionista se coló incluso en alguna prensa especializada, que llegó a loar la coherencia del landismo y a establecer intrépidas analogías con lo hitchcockiano o lo felliniano. Ciertamente, a veces las comparaciones no son lo que se dice odiosas, sino simplemente absurdas y fuera de lugar.
Porque conviene decirlo alto y claro: los filmes del landismo atesoran un obvio valor testimonial acerca de los deseos y las frustraciones de los españolitos del tardofranquismo, pero su interés estético, cinematográfico, es tajantemente nulo. Que un título como Vente a Alemania, Pepe (1971), pongamos por caso, recobre ahora una inaudita vigencia, no tiene nada que ver con su calidad intrínseca, sino con el triste retroceso que, en tantos aspectos, está padeciendo nuestra sociedad.
Cabe recordar aquí que el valor documental no es patrimonio exclusivo del cine popular y costumbrista, puesto que en toda obra resuenan ecos del momento en que fue realizada, y que mientras algunas televisiones se empeñan en emitir machaconamente los mismos engendros protagonizados por Manolo Escobar, Lina Morgan, Paco Martínez Soria y similares, un nutrido abanico del buen cine español queda relegado al olvido. Y no me refiero al cine más vanguardista, que suele acabar encontrando sus resquicios para el culto, ni tampoco a los filmes más canónicos y de prestigio más consensuado, sino a ese amplio espectro de cintas que, desde la valentía y la honestidad, intentaron retratar tanto las ansias como las estrecheces de su época, sin refugiarse para ello ni en lo evasivo ni en el elitismo a ultranza.
Me refiero, por ejemplo, a las primeras y realistas películas de Jordi Grau, de Jaime Camino, de Francisco Regueiro, de Basilio Martín Patino y de unos cuantos más, o a determinados títulos de los setenta que procuraban huir de los estereotipos al uso y generar una mirada crítica, inquieta. Un cine ignoto para las nuevas generaciones, pasto de arqueólogos, perdido en tierra de nadie.
Amenudo se comenta que el cine español carece de una genealogía auténticamente seminal. Que si Francia tuvo a Gance, Feuillade, Vigo, Carné, Renoir, Bresson y a la tempestuosa nouvelle vague, que si Italia gozó de Rossellini, De Sica, Visconti, Lattuada, Fellini, Pasolini y tantos otros gigantes, que si aquí todo se reduce a Buñuel, Berlanga y poco más… Cierto que el cine español apenas está influenciado por sus clásicos, pero no tanto por su ausencia real como por su desconocimiento. Nodeja de resultar normal que, incluso en la actualidad, un gran parte del cine español más interesante se mire antes en espejos foráneos que en una tradición propia que a veces desprecia y otras, sencillamente, ignora.
Volviendo a Alfredo Landa, es bien significativo lo que sucede con un trabajo tan clave en su filmografía como es El puente (1976). Menos conocido y visible que sus grandes éxitos anteriores, pertenecientes al mencionado landismo, y que sus más reconocidos y aureolados trabajos posteriores –caso de Los santos inocentes (1983) o de sus diversas colaboraciones con José Luis Garci–, El puente marcaba un eslabón, el preludio de un antes y un después en la carrera del intérprete. En esta película, JuanAntonio Bardem tuvo elacierto de utilizar a Landa como imagen prototípica del español medio, aprovechando su backgound fílmico para embarcarlo en una road movie áspera y desencantada, que proporcionaba una visión no demasiado halagüeña de la España de la transición. Su relativa marginación no se antoja casual en un país como este, tan proclive durante mucho tiempo a la autoindulgencia, a la empatía con el pícaro, el tramposo entrañable o el cateto militante que abomina de lo intelectual. Luego, claro, ocurre lo que ocurre. Y es que los pícaros de hoy no nacieron precisamente ayer…