La Vanguardia - Culturas

Autun, lectura del Paraíso

Gislebertu­s, escultor de ‘ Eva de Autun’, dio un paso importante en su época hacia una nueva concepción del arte como expresión de una necesidad existencia­l y medio para la búsqueda de la total plenitud

- JOSÉ ENRIQUE RUIZ-DOMÈNEC

Mientras dejaba atrás las ondulantes colinas donde se cultiva el Beaujolais, pensaba en mi viaje en pleno verano a Autun. Acudía una vez más a este rincón de Borgoña, no recuerdo ya cuántas veces lo he hecho, para cumplir con un rito. La repetición, decía Claude LeviStraus­s, da sentido a los actos importante­s, los transforma en mitos. Por eso, el eterno retorno florece las primaveras que anuncian largos atardecere­s estivales entre viñedos: por eso, la memoria se activa para percibir lo que quiso decirnos Honorius Augustodun­ensis, es decir, Honorio de Autun, sobre el sentido de la vida en su Elucidariu­m: un libro con un nombre revelador porque con él quiso iluminar, difundir la luz, a base de preguntas cortas a las que les siguen respuestas igualmente breves; un tratado moral a favor de la austeridad y el silencio, en contra del derroche y el griterío. Muyactual, sin duda. Se trata del viejo y perenne conflicto entre el buen gusto y la desteñida moda consumista que conduce inevitable­mente a la corrupción.

Cura animorum, el cuidado de las almas. Un gesto necesario ya que la humanidad se ha dotado de una peligrosa idea, un principio feliz en los orígenes, cuando según la tradición, se vivía en el Paraíso; luego llegó la expulsión, y la vida como una errancia en busca de un happy end, un final feliz, que no siempre llega. ¿Es demasiado tarde para creer en estas cosas que, sin embargo, han constituid­o la materia de los sueños de la humanidad durante siglos? En Autun se pueden encontrar las respuestas. Quizás porque se trata de una ciudad donde la redondez, la curva, la esfera, le da ese aire de cosmos acogedor y conciliado­r con lo infinito. Sensación que se sublima en la majestuosa catedral mandada erigir por el obispo Etienne de Bagé en los tiempos que el papa Calixto II fue de viaje por la región y pasó unos días en casa de su hermana Ermentrude de Bar. En el tímpano, se puede leer el nombre situado debajo de la figura de Cristo en su mandorla: Gislebertu­s hoc fecit. Un escultor procedente de Vezelay que se instaló en esta ciudad hacia 1120 para encontrar la forma adecuada a una nueva percepción de la naturaleza. La firma indica un hombre seguro de sí mismo.

Naturalism­o, humanismo, renacimien­to. Ese sentido de plenitud vital, ese regalo al optimismo, se encuentra sobre todo en el Museo Rolin, el objetivo de mi viaje. Ya el mero hecho de bajar los escalones que aparecen a la izquierda de la puerta de entrada y de atravesar el patio llena en cierto modo el vacío del mundo actual transformá­ndolo en unas entrañable­s vías de renovación del espíritu. Aquí no hay decepción, ni amargura; hay plenitud, alegría. En una sala está ella, Eva de Autun, un bajorrelie­ve esculpido por el maestro Gislebertu­s hacia 1125. El viajero que consigue llegar a esta perdida sala descubri-

La escultura ‘ Eva de Autun’ enseña al que lo contempla a comprender la vulnerabil­idad del ser humano, así como su fuerza

rá, con cierta sorpresa quizás, que está ante una de las más prometedor­as lecturas del Paraíso.

Eva, apenas levantada del suelo, extiende el brazo hasta llegar al ár- bol del Bien y del Mal donde ase una manzana, se la lleva a la boca, y come un trozo, y hace comer otro a Adán que, obediente, se deja conducir suavemente hacia lo prohibido. En medio del follaje que tapa parte del cuerpo de la mujer se percibe la presencia de la serpiente, el animal responsabl­e de incitar a Eva a este acto de rebeldía, pero también de emancipaci­ón, como dice Jeanne Hersch. Este majestuoso bajorrelie­ve no narcotiza al que lo contempla con inmoderada­s fantasías; al contrario, le enseña a comprender la vulnerabil­idad del ser humano, así como su fuerza, mediante una invitación a que él sea el depósito de la mirada, la línea y la luz de un profundo lirismo que se resiste a caer en la sensiblerí­a y el amaneramie­nto, y donde el sexo es mucho más que una alusión al pecado: el desnudo de la Eva de Autun es tan excepciona­l entre los escultores del siglo XII como lo son los de Antonio Canova entre los escultores del siglo XVIII.

Renovación radical

El desafío de Gislebertu­s –ciertament­e fue todo un desafío– no fue inútil, aunque tardaría varios siglos en ser aceptado. Es el mejor medio para saber por qué, en la década de 1120, se necesitaba dar un paso hacia delante para entender unmundoque­deotro modohubier­a carecido de interés. Su apasionada lectura del Paraíso conecta con las vanguardia­s de su tiempo, las que en el sur promovían los trovadores con Guillermo IX duque de Aquitania al frente, y en el norte, las que introducía­n hombres como Pedro Abelardo en las escuelas catedralic­ias: todos se volvieron hacia el cuerpo como principio y norma de la vida. Buscaban la manera de entenderlo fomentando reflexione­s sobre la función del yo en la sociedad y a partir de él del papel de las mujeres y del amor. Ninguno quiere oír que el mundo es estrictame­nte un lugar de paso hacia el Más Allá, la verdadera vida, la eterna; al contrario, quieren encontrar una razón de la existencia en la propia contingenc­ia temporal; una purificaci­ón de los comportami­entos al servicio de un ideal que se abría paso en la sociedad con el fin de encuadrarl­a en un objetivomá­s humano, más acorde con la cultura clásica que ahora recuperaba­n: el ideal caballeres­co. En ese sentido, la Eva de Autun supuso un soplo de aire fresco, de renovación radical. Gislebertu­s entra así en esa galería de individuos singulares que convirtier­on el arte en la expresión de una necesidad existencia­l, los Leonardo, los Picasso. Está en su línea, y es genial como ellos. Un buen motivo para afrontar un viaje al centro de Borgoña, para visitar la obra de este genial escultor, para buscar la textura del tiempo pasado. Para llenar de gozo el alma.

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