Autun, lectura del Paraíso
Gislebertus, escultor de ‘ Eva de Autun’, dio un paso importante en su época hacia una nueva concepción del arte como expresión de una necesidad existencial y medio para la búsqueda de la total plenitud
Mientras dejaba atrás las ondulantes colinas donde se cultiva el Beaujolais, pensaba en mi viaje en pleno verano a Autun. Acudía una vez más a este rincón de Borgoña, no recuerdo ya cuántas veces lo he hecho, para cumplir con un rito. La repetición, decía Claude LeviStrauss, da sentido a los actos importantes, los transforma en mitos. Por eso, el eterno retorno florece las primaveras que anuncian largos atardeceres estivales entre viñedos: por eso, la memoria se activa para percibir lo que quiso decirnos Honorius Augustodunensis, es decir, Honorio de Autun, sobre el sentido de la vida en su Elucidarium: un libro con un nombre revelador porque con él quiso iluminar, difundir la luz, a base de preguntas cortas a las que les siguen respuestas igualmente breves; un tratado moral a favor de la austeridad y el silencio, en contra del derroche y el griterío. Muyactual, sin duda. Se trata del viejo y perenne conflicto entre el buen gusto y la desteñida moda consumista que conduce inevitablemente a la corrupción.
Cura animorum, el cuidado de las almas. Un gesto necesario ya que la humanidad se ha dotado de una peligrosa idea, un principio feliz en los orígenes, cuando según la tradición, se vivía en el Paraíso; luego llegó la expulsión, y la vida como una errancia en busca de un happy end, un final feliz, que no siempre llega. ¿Es demasiado tarde para creer en estas cosas que, sin embargo, han constituido la materia de los sueños de la humanidad durante siglos? En Autun se pueden encontrar las respuestas. Quizás porque se trata de una ciudad donde la redondez, la curva, la esfera, le da ese aire de cosmos acogedor y conciliador con lo infinito. Sensación que se sublima en la majestuosa catedral mandada erigir por el obispo Etienne de Bagé en los tiempos que el papa Calixto II fue de viaje por la región y pasó unos días en casa de su hermana Ermentrude de Bar. En el tímpano, se puede leer el nombre situado debajo de la figura de Cristo en su mandorla: Gislebertus hoc fecit. Un escultor procedente de Vezelay que se instaló en esta ciudad hacia 1120 para encontrar la forma adecuada a una nueva percepción de la naturaleza. La firma indica un hombre seguro de sí mismo.
Naturalismo, humanismo, renacimiento. Ese sentido de plenitud vital, ese regalo al optimismo, se encuentra sobre todo en el Museo Rolin, el objetivo de mi viaje. Ya el mero hecho de bajar los escalones que aparecen a la izquierda de la puerta de entrada y de atravesar el patio llena en cierto modo el vacío del mundo actual transformándolo en unas entrañables vías de renovación del espíritu. Aquí no hay decepción, ni amargura; hay plenitud, alegría. En una sala está ella, Eva de Autun, un bajorrelieve esculpido por el maestro Gislebertus hacia 1125. El viajero que consigue llegar a esta perdida sala descubri-
La escultura ‘ Eva de Autun’ enseña al que lo contempla a comprender la vulnerabilidad del ser humano, así como su fuerza
rá, con cierta sorpresa quizás, que está ante una de las más prometedoras lecturas del Paraíso.
Eva, apenas levantada del suelo, extiende el brazo hasta llegar al ár- bol del Bien y del Mal donde ase una manzana, se la lleva a la boca, y come un trozo, y hace comer otro a Adán que, obediente, se deja conducir suavemente hacia lo prohibido. En medio del follaje que tapa parte del cuerpo de la mujer se percibe la presencia de la serpiente, el animal responsable de incitar a Eva a este acto de rebeldía, pero también de emancipación, como dice Jeanne Hersch. Este majestuoso bajorrelieve no narcotiza al que lo contempla con inmoderadas fantasías; al contrario, le enseña a comprender la vulnerabilidad del ser humano, así como su fuerza, mediante una invitación a que él sea el depósito de la mirada, la línea y la luz de un profundo lirismo que se resiste a caer en la sensiblería y el amaneramiento, y donde el sexo es mucho más que una alusión al pecado: el desnudo de la Eva de Autun es tan excepcional entre los escultores del siglo XII como lo son los de Antonio Canova entre los escultores del siglo XVIII.
Renovación radical
El desafío de Gislebertus –ciertamente fue todo un desafío– no fue inútil, aunque tardaría varios siglos en ser aceptado. Es el mejor medio para saber por qué, en la década de 1120, se necesitaba dar un paso hacia delante para entender unmundoquedeotro modohubiera carecido de interés. Su apasionada lectura del Paraíso conecta con las vanguardias de su tiempo, las que en el sur promovían los trovadores con Guillermo IX duque de Aquitania al frente, y en el norte, las que introducían hombres como Pedro Abelardo en las escuelas catedralicias: todos se volvieron hacia el cuerpo como principio y norma de la vida. Buscaban la manera de entenderlo fomentando reflexiones sobre la función del yo en la sociedad y a partir de él del papel de las mujeres y del amor. Ninguno quiere oír que el mundo es estrictamente un lugar de paso hacia el Más Allá, la verdadera vida, la eterna; al contrario, quieren encontrar una razón de la existencia en la propia contingencia temporal; una purificación de los comportamientos al servicio de un ideal que se abría paso en la sociedad con el fin de encuadrarla en un objetivomás humano, más acorde con la cultura clásica que ahora recuperaban: el ideal caballeresco. En ese sentido, la Eva de Autun supuso un soplo de aire fresco, de renovación radical. Gislebertus entra así en esa galería de individuos singulares que convirtieron el arte en la expresión de una necesidad existencial, los Leonardo, los Picasso. Está en su línea, y es genial como ellos. Un buen motivo para afrontar un viaje al centro de Borgoña, para visitar la obra de este genial escultor, para buscar la textura del tiempo pasado. Para llenar de gozo el alma.