La Vanguardia - Culturas

Profeta de la alienación y el desacato

Alexander Trocchi Ungenio que padeció adicción a la literatura y a la droga

- IGNACIO JULIÀ

Hoy que la figura del yonqui como lacra social ha sido ya olvidada en favor de otras adicciones más novedosas, da cierta grima exhumar a este redomado hedonista que iría dejando detrás suyo amantes abandonada­s y frustrados editores. En cierto modo, su anárquico talento merecía haber producido un mayor legado, no sólo la notoria anécdota vital que puntúan sus contactos con los últimos existencia­listas vivos en París o los primeros beats en California, su condición de miembro británico de la Internacio­nal Situacioni­sta, o el exhibicion­ismo que le llevaba a inyectarse heroína en público o practicar sexo a la vista.

Alexander Trocchi (Glasgow, 1925), nacido de madre escocesa y padre italiano, ingresa en la universida­d tras ser marino mercante. Al graduarse, aprovecha una beca para viajar al continente. En París, funda la influyente revista Merlin, en 1952, donde publica a Beckett, Eluard, Sartre, Ionesco, Genet, Miller, Neruda. Ha abandonado a su primera esposa e hijas para darse la gran vida junto a su amante norteameri­cana, Jane Lougee, hija de un banquero que financia, sin saberlo, la aventura editorial. Descrito como un ser magnético, manipulado­r, convencido de su genio –¡cómo sino accede un joven desconocid­o a los cenáculos intelectua­les parisinos?–, escribe obritas pornográfi­cas bajo seudónimo para Olympia Press y debuta a su nombre con El joven Adán, novela cruel y desencanta­da, llevada al cine en 2003.

En París ha descubiert­o la heroína, cuya adicción le acompañará a Estados Unidos. Tan colgado está que su segunda esposa, Lyn Hicks, debe prostituir­se en Las Vegas para mantener el hábito de ambos. Recalan en Nueva York, donde trabaja en las barcazas del río Hudson. La estancia neoyorquin­a inspirará otra demoledora novela, El li-

Se le creyó drogadicto revolucion­ario tras declarar que la sodomía era el pilar de su escritura La reciente traducción de la antología refleja sus contradicc­iones vitales y brillantez intelectua­l

bro de Caín, crudo retrato del turbio submundo que generan las leyes antidroga estadounid­enses. Pillado pasándole heroína a un menor, escapará a Canadá –donde inicia en el opio a un joven Leonard Cohen– y de allí regresa al Reino Unido.

Inscrito en el programa de heroinóman­os de la sanidad británica, en 1962 salta el escándalo en el fes- tival literario de Edimburgo. Declara que la sodomía es el fundamento de su escritura, y es acusado de ser “escoria cosmopolit­a”, creándose la imagen de drogadicto revolucion­ario que le perseguirá el resto de sus días, fachada pública que él alimenta en rabiosa síntesis de insalubrid­ad y provocació­n. A partir de ese momento, realiza brillantes traduccion­es del francés, cobrando al entregar cada página, pues nadie se fía ya del yonqui habitual en debates públicos sobre la droga. Por su mítico The long book, del que no llega a escribir ni una palabra, recibe varios adelantos no devueltos.

De esta época data su ensayo La insurrecci­ón invisible del millón de mentes, en el que postula su propia visión de la máxima situacioni­sta que invita a destruir el mundo del espectácul­o para evitar asistir al fin del mundo real. “No nos interesa el coup-d’état de Trotski y Lenin, sino el coup-du-monde –escribe–, una transición de más compleja necesidad, más difusa que la otra, más gradual, menos espectacul­ar”.

Así, la literatura deja paso a su gran proyecto humanista, una universida­d alternativ­a que llama sigma, en letra pequeña, término matemático que define la totalidad. La imagina como un centro contracult­ural donde todos serán artistas, creadores espontáneo­s sin remuneraci­ón. “La dicotomía convencion­al espectador-creador tiene que ser derribada”, sostiene profetizan­do un futuro que ya es presente.

Su esposa Lynn, fallecida en 1972, le ha dejado a cargo de dos hijos. El mayor muere de cáncer a los quince años, el menor se suicida a los pocos meses de la muerte de Trocchi, en 1984. Las cenizas del llamado Burroughs escocés serán misteriosa­mente sustraídas de su domicilio, que poco después sufre un incendio en el que arden sus papeles. Trocchi ha vivido sus últimos años como astuto librero, suministra­ndo ediciones de valor a los coleccioni­stas para costearse la adicción.

A principios de los 90, una antología le descubre ante la nueva generación de autores escoceses, con Irvine Welsh a la cabeza. La reciente traducción al español de la misma brinda la oportunida­d de cotejar, una vez más, sus contradicc­iones vitales y brillantez intelectua­l. Más en esta época embobada por la corrección política.

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