La Vanguardia - Culturas

Pedalear para ver (un poema)

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No sé si tengo rumbo fijo cuando salgo a la carretera. No sé muy bien qué busco ni por qué pedaleo: me dejo ir por aquí y por allá por calzadas de firme irregular que se extienden y se curvan a la orilla del campo. Avanzo y retrocedo a la vez: recorro kilómetros, transito por llanos y hondonadas, me atrevo con las cuestas, y aspiro los diversos olores del heno y de la huerta, de los cereales y de los matorrales florecidos. Y a la vez regreso a los lugares de la memoria, a una edad incierta en que yo me sentía un niño de aldea, un pescador en el río y un investigad­or de las estaciones, temeroso de la lluvia, de las sendas y de los maizales, aquellos maizales que afilaban sus puñales en el temblor del aire. Ahora mi casa está lejos, casi retirada, entre las acequias y el silencio. De ella parto y a ella vuelvo, empapado de sudor y de un cansancio que podría llamarse felicidad y lasitud. En mi deambular tengo la sensación de que, más que un campeón doliente o un esforzado del ciclismo, soy un peregrino y un fotógrafo que busca la mejor posición. Esas encrucijad­as desde donde todo es más nítido: la lámina ocre de las fincas, los muros de fronda, las torres diseminada­s a la sombra de las higueras, las diversas luces que se elevan más allá del horizonte… Vaya donde vaya siempre diviso esa iglesia de Ricardo Magdalena que es un faro, un puerto seguro: ese lugar donde el viento se sienta a conversar con la música de la fuente.

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