El jardín de las magnolias
Nuestros recuerdos hallan refugio en la casa. En ese teatro del pasado que es la propia memoria –dice Gaston Bachelard–, la casa funcionacomo el decorado donde lospersonajes representan siempre su papel. Y si la vida sigue, si estamos expuestos al cambio y el deterioro, si amenaza el final, parece que entre sus muros encontramos esa ilusión de estabilidad, de suspender el vuelo del tiempo.
Pero el tiempo feliz transcurrido también deja cicatrices: cuando aquel lugar ya sin dueño es como un cuerpo sin alma, y nosotros quedamos huérfanos de quien nos in- yectaba amor. Y si la vida sigue, con las viejas heridas, tendremos que retornar, para llenar de nuevo sus estancias vacías, para recuperar la esperanza, para reconocernos. Como hacen los personajes de la última novela de Sílvia Soler (Figueres, 1961), premio Ramon Llull 2013.
Durante cincuenta años, las trayectorias de la psicóloga Júlia Reig y el bibliotecario Andreu Balart, han girado en torno al chalet modernista de la playa, donde las familias de ambos celebraban las verbenas de San Juan, y sus madres, amigas íntimas y fallecidas prematuramente, imaginaron que un día los hijos podrían llegar a enamorarse. Aunque ellos intentan huir, a su manera, con desigual fortuna, de ese destino empeñado en atarlos. El pueblo junto al Mediterráneo enque nacen y viven parece condenarles a la rutina y la mediocridad, a lo previsible, al aburrimiento; invita a la insumisión, la escapatoria. Sobre todo, a Júlia, cuya actitud
El tiempo feliz transcurrido también deja cicatrices cuando aquel lugar ya es como un cuerpo sin alma
tan propia de las heroínas literarias del XIX, agobiadas por el entorno, no dura: los tiempos cambian y ya nadie busca la transgresión sustituyendo la asfixiante vida de provincias por la bulliciosa ciudad, ya pocos sueñan con el universo idealizado de las narraciones románticas.
Mundo de infancia
Así, Júlia, tras sus estudios en la ciudad, vuelve para trabajar, casarse, tener hijos y hacerse de nuevo a la casa donde quedó encerrado el mundo de su infancia, donde creó sus recuerdos y ataduras, donde todo lo que importa –como en Chéjov– pasa en segundo término. La casa en cuyo jardín de magnolias –al contrario que en el famoso huerto de las cerezas– puede conjurarse el tedio y la muerte, la melancolía; la casa en que el lector contempla el renacer de una familia y una época, el esplendor del presente, el futuro posible.