Resistencia y acción
Ungranobjeto erizado de color naranja fluorescente se extiende amenazador por el suelo, como si fueran los despojos de un organismo de las profundidades abisales. Del techo cuelga una forma de apariencia mórbida, acaso la víscera de algún extraño animal. Una de las múltiples cualidades que distingue el trabajo de Antoni Marquès (Sabadell, 1956) es su capacidad para desconcertar. Pero aunque sus obras a menudo destilan una inquietante agresividad, no quedan reducidas al impacto facilón de digestión rápida. El Centre d’Art Tecla Sala presenta una interesante selección de los últimos catorce años de producción de Marquès, una excelente ocasión para constatar la rotundidad expresiva de este singular escultor. Y es que sus obras generan percepciones contradictorias, sumergiendo al espec- tador en un territorio ambiguo e incómodo que le empuja a cuestionarse a sí mismo y a su entorno.
Para conseguirlo, el artista sigue con atención los avances en la industria química e incorpora aquellas coloraciones y materiales que le permiten trufar sus esculturas de un aspecto disonante. Este interés por la expresividad de la mate-
Sus obras generan percepciones contradictorias, nos sumergen en un territorio incómodo
ria alinea al escultor con figuras como Anish Kapoor, Richard Deacon o Tony Cragg, preocupadas por la cualidad táctil de la obra sin abandonar su sugestión metafórica. Precisamente las formas orgáni- cas de Marquès también aluden a las dificultades de nuestro contexto. “La actual es una etapa violenta, agresiva, que invita a la protesta”, sostiene el escultor a propósito de sus vigorosas esculturas, en el interesante diálogo con Rosa Queralt reproducido en el catálogo. Así lo evidencia Revolución, una especie de tornado negro que aflora de la pared e invade el espacio expositivo. Es también el caso de Intolerancia, una gran rueda recubierta de afiladas puntas de acero.
Otro rasgo de Marquès es su rigor clínico. Francis Bacon afirmaba que una de sus máximas aspiraciones consistía en crear una pintura clínica, condición que el pintor no relacionaba con la frialdad aséptica, sino con la capacidad para diseccionar la realidad de una manera precisa. Marquès igualmente lo transmite, ya que sus colores llamativos no manifiestan una pulcritud sintética. En cambio, su obra contiene de forma patente la huella manual, una intensa lucha por hallar la tensión necesaria que proporcione a las esculturas una pulsión interior, aunque siempre vinculada con el espacio circundante.
En la exposición destaca un autorretrato del artista que sintetiza su actitud creativa. Una vieja escalera de aluminio apoyada en la pared que el escultor había utilizado durante largo tiempo en su estudio, coronada por una amalgama de protuberancias biomórficas de un color rojo perlado. Una imagen intensa y de fuerte vitalidad. Su herramienta habitual de trabajo, tradicionalmente asociada a la elevación del conocimiento, sostiene ese amasijo de vísceras, una ráfaga de energía en estado puro. Una suerte de alegato a favor de la resistencia y la acción.