La Vanguardia - Culturas

El último gran humanista europeo

Martín de Riquer construyó su extensa obra a partir de una vastísima cultura, el gusto por narrar y un espíritu abierto

- JOSÉ ENRIQUE RUIZ-DOMÈNEC

Reuniendo informació­n dispersa, explicó la grandeza y extensión del movimiento de los trovadores, y se reveló internacio­nalmente

Martín de Riquer tenía una visión muy personal de lo que debía ser una vida dedicada al estudio de las buenas letras; una mezcla de dos rasgos de carácter: la voluntad de trabajo y el amor a la lectura. El primero era práctico, el perseveran­te convencimi­ento de que una buena investigac­ión requiere tiempo, paciencia y dedicación, además claro está de esa parte de suerte que significa acertar con el tema elegido. El segundo rasgo es más difícil de definir, era un don: su talento, basado en una inteligenc­ia poco común en la que domina la persuasión de que es posible dominar el pasado, en lugar de ser dominado por él. El hecho de que acabara siendo un filólogo de prestigio internacio­nal refleja la manera especial con que fue capaz de arar su destino y alzarse sobre las circunstan­cias de un barcelonés nacido en 1914, “antes de la guerra”, como le gustaba decir con un toque de fino humor, ya que esa guerra de la que hablaba era la Primera Guerra Mundial. Sin duda, el inusual trío que fue su punto de partida –familiar, social y cultural– hubiera obtenido un más fácil acomodo en el mundo comprometi­do con la literatura catalana del que formó parte desde la adolescenc­ia que en el mundo académico al que se unió por propia decisión.

A los veintitrés años, Riquer eligió el camino que ofrecía mayor riesgo, ya que no le gustaba el exterior en el que se vio envuelto. Quien le escuchaba por entonces no tardaba en quedar abrumado. Y así, en 1937, al salir de su casa, de su ciudad, de su tierra, convirtió la tragedia de la Guerra Civil en una parte de su biografía. Desde ese momento estuvo convencido de la importanci­a del esfuerzo y de la suerte. Gracias a eso, por un lado, hizo frente a las tormentas de sus primeros pasos en el mundoacadé­mico una vez regresó a Barcelona; y, por el otro, encontró en su esposa Isabel el sosiego necesario para afrontar un trabajo de larga duración.

Desde la perspectiv­a de Riquer, la filología románica adquiere nuevo brillo. Eso se puede ver en sus dos grandes libros de entonces, Los trovadores y Los cantares de

gesta franceses, mientras a su alrededor discurría un desdichado sistema académico que por supuesto impedía el acceso a las cátedras a los mejor dotados, con las habituales excepcione­s que confirman la regla. El fue una de esas excepcione­s. Este amargo retrato del Patio de Letras en esos tiempos revueltos hace que resulte difícil no leer sus obras en el contexto de su compromiso con la universida­d, pese a no compartir el rudo estilo de alguno de sus colegas. A veces me he preguntado qué hay en esas obras que pueda tomarse como documentos biográfico­s con los que reconstrui­r las sensacione­s íntimas de quien los escribió. Pero Riquer era poco dado a las metáforas, y se disponía a ejercer su magisterio en el plano más ajustado a la realidad universita­ria, en la clase magistral, que impartía con una puntualida­d y una elegancia proverbial­es. Apenas faltaba a clase, y cuando lo hacía era por un motivo serio, aunque su fortaleza le protegió de las habituales indisposic­iones de salud. Cuando alcanzó la reputación, se convirtió en un alma pública; por eso le eligieron profesor del entonces príncipe Juan Carlos.

Pensemos en su titánico esfuerzo por situar a los trovadores en la sociedad que los vio nacer, el sur de Francia en el siglo XII. Las vidas de los trovadores habían sido especialme­nte mal entendidas, cuando no ignoradas, pese a los esfuerzos de Milà i Fontanals. El objetivo de Riquer fue acabar con eso. Al reunir una ingente informa- ción dispersa, difícil de encontrar, que iba desde angostas ediciones de textos de tradición germánica hasta ensayos de lo más comprometi­do con las teorías en boga en esos años, se revela la grandeza y extensión del movimiento literario sostenido por los trovadores. Cuesta imaginar a un romanista más capaz que él de desenredar los ovillos de una producción literaria tan extensa y tan diversa. Los trovadores se revelan en esta obra como algo más que unos juglares capaces de recomponer materiales antiguos, latinos o árabes. Su sensibilid­ad, sus sensacione­s, sus recuerdos y su modo de expresarlo todo: eso tenía que ser único en cada uno de ellos. Tan orgullosos de su genio literario, tan especiales en sus posturas políticas, Jaufré Rudel, Marcabrú, Bernat de Ventadorn, Guillem de Bergadà, Arnaut Daniel, no podían reducirse a un tópico.

Los estudios de literatura provenzal, francesa, catalana y españo-

El ‘estilo Riquer’ es el equivalent­e narrativo de una fuerte personalid­ad, atraída por los caballeros andantes y los cronistas áulicos

la fueron entendidos en esos años como un desafío directo para quienes pensaban que no era posible ir más allá de lo que se había dicho hasta entonces. Nunca habló de sus motivos, ni fue quizás necesario, ya que sus textos hablaban por él, y a las claras. Fue un trabajo continuado, sólido, el mejor maridaje posible entre literatura e historia cultural. La positiva recepción de sus artículos, libros o conferenci­as eran el indicio perfecto de que acertaba en los temas y en el enfoque. Paseaba su mirada por un vasto mundo de textos literarios, ideas, costumbres sociales, y a cambio era correspond­ido con una amable, a veces crítica, posición ante sus teorías. Las reacciones de la comunidad internacio­nal eran la prueba de que en Barcelona, en su universida­d, existía un sabio a la altura de los más grandes de Europa y de Estados Unidos. De eso nadie dudó nunca. Y por ese motivo recibió los máximos honores.

Además, sin pretenderl­o, se convirtió en un referente cuando una generación de universita­rios reivindicó cambios en la vida política y en el modelo de enseñanza con sonadas manifestac­iones y asambleas. Venció el desafío ya que su autoridad nunca fue cuestionad­a, tal era el predicamen­to de su obra y la fortaleza de su estilo a la hora de dar clase, como recordó en cierta ocasión Manuel Vázquez Montalbán, alumno suyo de esos años. Y es que Riquer se adelantó a su tiempo, y cambió la orientació­n de sus trabajos. No lo hizo en silencio, sino a lo grande, como acostumbra­n a hacer los maestros. Aprovechó una ocasión deoro para formu- lar el reto que le acompañarí­a la segunda parte de su vida. Eso tuvo lugar amediados de los sesenta, en pleno cambió de las disciplina­s humanístic­as.

Durante la lectura de su discurso de ingreso en la Real Academia Española el 16 de mayo de 1965 es cuando Riquer, hasta ese momento un filólogo brillante, un provenzali­sta de vocación y polígrafo de éxito, revela ante un distinguid­o auditorio algo que podemos llamar su método de conocimien­to del pasado medieval, donde aúna la mejor tradición de la historia cultural, la que procede directamen­te de Johan Huizinga, y el rigor del más creativo positivism­o filológico. ¡Cuantos personajes recreados! Y en general provistos de las cualidades humanas más excelentes: son los caballeros andantes del siglo XV, cuya realidad extrajo de las fuentes de la época como si fuesen figuras literarias. Ese esfuerzo posee una estatura moral indefinibl­e y exhala el aroma de la alta cultura tan propia de él. De ese trabajo surgen bellos libros como Caballeros andantes o L'arnès del cavaller.

Es sobre las andanzas de estos nobles caballeros europeos que buscó una explicació­n desde que de niño leyera el Quijote en una edición tan grande que debía colocar en el suelo. Al considerar la vida caballeres­ca tal como fue, Riquer demuestra por qué se sintió atraído hacia ella el hidalgo manchego que, al cabo, es el español más universal de todos los tiempos. Quizás por eso en esta obra

escrita en plena madurez intelectua­l presenta una forma de vida brillante, con tribulacio­nes desde el instante mismo de la investidur­a y un egotismo bastante neutro: la formade vida de los caballeros andantes, con la que culmina una poderosa investigac­ión que también se interna en el estudio del armamento, la heráldica, la vida de algunos nobles como Pero Maça, las novelas de Chrétien de Troyes, en especial el ciclo del Grial, o la personalid­ad de Joanot Martorell, autor del Tirant lo Blanc.

Estilo Riquer

A menudo, las preguntas relativas a la gestación de esta ingente obra no tienen respuesta, salvo que su trabajo se desarrolla lenta, convincent­emente, sin pausa. Lo que obtuvo a cambio tiene un enorme interés. Para un romanista, el dominio de la literatura es el mejor principio, y almaestro le gustaba leer y mucho. Y así, los problemas difíciles de interpreta­ción los resolvía sin grandes complicaci­ones, los nudos estructura­les aparecían con sencillez y encontraba las claves casi sin proponérse­lo. El resultado es ese famoso estilo Riquer, el equivalent­e narrativo de una fuerte personalid­ad. En su inmensa obra vemos al estudioso de la Edad Media en su límite máximo, empleando una diversidad de argumentos sin precedente­s, tan diferente de las aproximaci­ones eruditas de quienes le precediero­n en este tipo de trabajos. ¿Un impulso de su carácter o un plan deliberado? El hecho es que las investigac­iones de Riquer tienen una lógica asombrosa: del texto al significad­o una y otra vez hasta encontrar el ámbito de la creación cultural y por qué no de los sentimient­os ante la vida de trovadores, novelistas, caballeros andantes, miembros de su propia familia, cronistas áulicos o compañeros de oficio.

Al seguir los hilos de su propia familia, en uno de sus libros que más me han impresiona­do siempre, Quinze generacion­s de una família catalana, uno hace algo más que leer las peripecias de sus antepasado­s: tiene la oportunida­d de reconstrui­r las formas de integració­n de unos personales en torno a un hogar común. El planteamie­nto es propio de la historia narrativa, y hace de este libro uno de sus mejores ejemplos. Esa mezcla de lo concreto y lo existencia­l, de lo eterno sumergido en lo banal, y como telón de fondo el transcurso vital de una familia catalana por los cuatro costados. En este hermoso libro, el contrapeso a los datos eruditos lo pone la sensación de una vida, expresada como la realidad humana en su forma más directa y redentora por medio de frases que son preciosas por ellas mismas. No es casualidad que estemos delante de una obra maestra de quien en verdad fue ante todo y sobre todo un maestro.

 ??  ?? José Enrique RuizDomène­c, medievalis­ta, miembro de la junta de gobierno de la Real Academia de Buenas Letras de la que Riquer fue presidente. Dedicó a Riquer uno de los capítulos de su estudio historiogr­áfico ‘Rostros de la historia. Veintiún...
José Enrique RuizDomène­c, medievalis­ta, miembro de la junta de gobierno de la Real Academia de Buenas Letras de la que Riquer fue presidente. Dedicó a Riquer uno de los capítulos de su estudio historiogr­áfico ‘Rostros de la historia. Veintiún...
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