Hombre de letras sabio, buen señor y buena persona
Positivista y amante de las verdades tangibles pero también de las hipótesis más arriesgadas, nunca separó su profesión de su vida
El amigo Sergio Vila-Sanjuán me pide que le hable de Martín de Riquer, de mi relación con él, en mi periodo de profesor universitario y, más específicamente aún, como su editor. La amistad con Martín de Riquer me acompañó durante muchos años, desde que le propuse escribir para mi editorial, Quaderns Quema, un manual de heráldica catalana. Eso pasó cuando salíamos de la lectura de la tesis doctoral de Lluís Maria Todó, compañero mío en la Universidad, en la que Riquer habló de la heráldica como una semiótica, convirtiendo como era habitual en él cualquier tema aparentemente árido en un espacio intelectual extraordinariamente atractivo.
La capacidad de Riquer de entusiasmar a su auditorio y de rendirlo proviene de su relación con los temas que trató: siempre empática, nunca como un mero tema de estudio al que se ve obligado el profesor en el ejercicio de su profesión. Positivista y amante de las verdades tangibles pero también de las hipótesis más arriesgadas, nunca separó su profesión de su vida, que han constituido una única y misma sangre. La literatura no fue para él una profesión en la que el objeto de estudio es sometido, desde el exterior, a una fría taxonomía. Configurador del canon de la literatura catalana medieval, la suya, si acaso, fue una organización –si se puede decir así– biológica, en la cual las obras estudiadas acabaron formando parte de su propia carne, de su vida auténtica y común. Incluso en momentos en que se diría que las opiniones no pueden sustituir una pretendida objetividad, Riquer fue siempre capaz de mantener una valoración rotunda, de una contundencia que podría parecer extemporánea y que no admitía réplica.
Si el lector quiere saber a qué me estoy refiriendo, que busque, en el volumen correspondiente en su Història de la Literatura Catalana, la entrada que dedica al manual del pecador de Felip de Malla. Leer su nota a pie de página me excusa de tener que dar más explicaciones. El entusiasmo y el amor a la literatura lo han acompañado siempre, tanto como profesor así como lector, no sólo estacional, de Simenon, Balzac o Louise Labé. Su gusto para los poetas europeos del siglo XVI, para poner un ejemplo al azar –cuando estos poetas no eran muy considerados por la academia–, no fue otra cosa que el del lector de poesía entusiasta que encuentra un tronco lleno de savia en el cual se reconoce un fondo de verdad con fibra rigurosamente auténtica, alejada de la pedantería y la ramplonería, dos de los defectos que más y más cuidadosamente evitó Riquer, tanto el Riquer lector como el Riquer profesor, en cualquiera de sus actos. Quizás por eso le gustaron siempre tanto los trovadores. YBalzac. Hace años, al acercarse el verano, me preguntó si podría conseguirle todos los volúmenes del Balzac de la Pléiade a precio de editor, porque pensaba leerse aquel verano toda la Comedia Humana. Cuando lo iba a visitar, en el mismo momento de servirme el whisky con hielo y coixinet (unas almendras y unos dados de queso), me comentaba la novela que había acabado de leer. A finales de septiembre, ya las había leído todas. Sus comentarios, inteligentes y audaces, rehuyeron siempre cualquier aproximación académica.
Como todo aquel que no hace distinción entre trabajo y vida, y que no entiende el concepto trabajo, Riquer no paró nunca de trabajar. El verano que empezó a redactar su Heràldica catalana des de l'any 1150 a 1550, Riquer trabajaba con dos máquinas de escribir (una para el texto y otra para las notas), y contaba satisfecho el trabajo que había hecho por el número de cintas de máquina de escribir que había gastado: el número de folios escritos le parecía irrelevante. Te recibía por las tardes con una saha- riana llena de pequeñas quemaduras de tabaco, sin la mano postiza (había perdido la suya durante la Guerra Civil), con la pipa en la boca y un whisky, visiblemente contento, con la satisfacción honesta de quien ha conseguido su objetivo y la alegría ilusionada del niño que investiga y descubre. Enseñaba las fichas que iba configurando para cada linaje o figura heráldica, preguntándose si sería posible encontrar una imagen para ilustrarlos.
Ir con él por el mundo buscando
La alegría, para Riquer, fue siempre vista como una obligación moral, y el humor un antídoto contra la melancolía y la infatuación
las obras que habría que fotografiar para el libro ha sido una de las experiencias más insólitas y divertidas que he podido vivir nunca: su tenacidad (no entendía que alguien le pudiera decir que no) lo hacía convencer a unas monjas para poder retratar algún escudo en piedra que tuvieran en cualquier rincón o a una familia para que nos dejasen entrar en su casa y así poder sacar una fotografía a otro que se encontraba delante de su balcón, en la pared de la iglesia de enfrente. Ferran Freixa, que tantas fotografías hizo para este volumen, todavía lo recuerda.
A mí me hizo ir al convento de las Trinitarias, en Valencia, para conseguir una imagen de la tumba de la reina María de Castilla, que está allí enterrada, y que, por lo que decía Riquer, era de una especial belleza (heráldica, se entiende). La cosa fue especialmente difícil. Las monjas habían soportado una invasión de estudiantes de arquitectura que, por lo visto, tenían como misión dibujar el monasterio. Estaban tan hartas, que habían cerrado el convento con llave, y no dejaban entrar a nadie. Conseguí hacerlo sobornando al conductor de un camión de comestibles y bebidas, y así, una vez temperado el susto de una de las hermanas que meescuchó a través del torno, conseguir que la Superiora sacara la fotografía yme devolviera la cámara. Cuando le expliqué la anécdota a Riquer, se estuvo riendo un buen rato. Y, inmediatamente, dijo: ahora tendríamos que sacar las de los escudos de la orden del Toisón de Oro de la Catedral de Barcelona. Suerte que de estos se ocupó Ferran Freixa.
Capacidad e trabajo
Su capacidad de trabajo fue siempre enorme, descomunal. Como se había acostumbrado a pasar los fines de semana corrigiendo las galeradas del libro de heráldica (todavía trabajábamos con plomo, y este era un trabajo complicado y laborioso), un viernes que se encontró sin galeradas, me dijo: “Y ahora, ¿qué voy a hacer este fin de semana?” Unpoco porque sí y otro poco porque, en una de nuestras excursiones a la caza de imágenes, habíamos estado hablando de fra Francesc Oliver, que se había abierto la cabeza por amor de la condesa de Luna en el Valle de Hebrón con un fagí (la conversación había derivado hacia el significado del término fagí), y que había traducido una obra francesa famosísima de su tiempo con la intención, totalmente fracasada, de conquistar a la condesa, algo ligera de cascos, le dije: “¿Por qué no edita La belle dame sans merci con la traducción catalana de fra Francesc Oliver?” Memiró un instante con ojos chispeantes y me dijo: “El lunes tendrá el trabajo terminado”.
Naturalmente, el lunes no estuvo listo –habría sido imposible–, pero sí tan adelantado como para pensar en el volumen ya desde aquel momento. Sus ganas de trabajar sin descanso, de no entretenerse, lo llevaron, ya hace muchos años, a comprarse el primer ordenador personal, primero en forma de una máquina de escribir Olivetti con memoria y disquetes que fue bautizada con el curioso nombre de Pepito. Francisco Rico tenía otro, y era bastante simpático oír a Riquer explicarle detalles sobre la máquina para sacarle el máximo rendimiento. Cuándo ya hubo ordenadores más complejos en el mercado, ya similares en todo a los actuales, Pepito fue inmediatamente sustituido. El nombre se mantuvo, sin embargo, inalterable.
La alegría, para Riquer, fue siempre vista como una obligación moral, y el humor un antídoto a la melancolía y la infatuación. (Recuerdo con precisión el día que un conocido me pidió conocerlo y, cuando se lo comenté, medijo: “Este amigo suyo, ¿hace reír”? y, al responderle yo que no mucho, conclu- yó: “Pues ya lo conoceremos otro día”). Ferviente admirador de los hermanos Marx (no insultan a nadie, dice, no son irrespetuosos con nadie, su humor es puro ingenio verbal), sintió a su vez una atracción irresistible por los maleantes. De Guillem de Berguedà, un poeta medieval de mérito de quien publiqué su magnífica edición, le gustaba recordar que “había sido un asesino”, y, en la monumental biografía de su familia, Quinze generacions d'una família catalana, no escondió ninguna de las fechorías de algunos personajes poco canónicos y poco simpáticos que en ella desfilan. Su libertad espiritual profunda se lo habría impedido.
Para horror de un nieto suyo, médico, repitió a todo el mundo que lo quisiera escuchar que su extraordinaria salud era debida a que no ha hecho nunca deporte y a que fumaba en pipa desde que tenía catorce años.
Su respeto por los estudiantes fue siempre total: “Nunca hable de lo que no sepa; nunca hable de religión; nunca hable mal de nadie; nunca hable de política”, me dijo cuándo me incorporó a su cátedra en la Universitat de Barcelona como profesor. Un respeto que también mostró siempre por sus lectores. Sin alejarse nunca de la seriedad del tema objeto de estudio, en- tendió con Chesterton que lo contrario de lo divertido no es lo serio, sino lo aburrido, y procuró así hacer el texto siempre legible y comprensible, al alcance de todo el mundo, en el convencimiento profundo que un texto nebuloso no es nunca expresión de ninguna profundidad de pensamiento sino, por el contrario, muestra palpable de confusión mental. Es, además, un escritor de gran temple estilístico, fenomenal en su aparente sencillez, que quiere atrapar al lector como en una buena novela. Cuan- do terminaba un texto, siempre me lo pasaba diciendo: “¿Crees que ha quedado bien?” Este era el único momento en que me trataba de tú.
Porque siempre nos hemostratado de usted. Una vez que quisieron reproducir en papel una conversación nuestra, grabada, nos pasaron un texto para corregir en el que los dos nos hablábamos sorprendentemente de tú. Se nos hizo tan raro que lo cambiamos inmediatamente. Y, sin embargo, nuestro grado de intimidad fue tan grande que, cuandomurió suesposaMaria Ysabel a quien amaba profundamente (“¡habíamos reído tanto”!, merepetía de vez en cuando, entre largos y dolorosos silencios, que solamente confortaba la fe), aunque siempre huía cuidadosamente del contacto físico con los hombres, en su casa, me cogió fuerte la mano, y me la retuvo durante un largo rato. Alguna vez, sin darnos cuenta de ello, pasábamos al “tú”: se nos hacía raro, sonreíamos y volvíamos al consuetudinario “usted”. Para mí, él fue siempre el Dr. Riquer, y yo para él Jaume. Una noche que los Riquer vinieron a cenar a casa, estaba también Oscar Tusquets, que tiene la costumbre inveterada de tratar de tú a todo el mundo. Incluso aquella noche, que fue cordialísimo, entre los dos señoreó el “usted”, aunque el “tú” dominara el ambiente.
Lo tuve por un buen amigo. Y por un gran escritor, ligado profundamente a su tierra y a su historia. Si algún día alguien tuviera que escribir, como para los viejos poetas medievales, su vida, tendría que glosar cómo nos enseñó a querer la literatura. Y empezaría diciendo que: “Marti de Riquer si fo de Cataloigna, de l'encontrada de Barcelona, de ric paratge. Bons cavalliers e bons home fo, e gens parlans, e savis hom de letras e de sen natural”. (Martín de Riquer fue catalán, de Barcelona, de noble condición. Fue un buen señor y una buena persona, de conversación agradable, y hombre de letras sabio, y de cordura natural.)