El último Riquer
El 22 de abril del 2005 Martín de Riquer, flanqueado por su editor Jaume Vallcorba y su amigo y colega José Enrique Ruiz Domènec, caminó lentamente desde el salón de Carlos III, donde había sido agasajado, hasta el Saló de Cent del Ajuntament de Barcelona. Allí ocupó su lugar tras una mesa cubierta con terciopelo rojo, a la que se sentaban además el alcalde, Joan Clos, y el concejal de cultura Ferran Mascarell. Yo también me senté, para entrevistarle en aquel acto central del Año del Libro y la Lectura. El ayuntamiento había propulsado esta celebración haciéndola coincidir con el cuarto centenario de la publicación del Quijote, esa road novel de la España barroca donde sólo aparece una ciudad reconocible, la capital catalana. Estaba claro que aquel año, para el tradicional pregón de Sant Jordi que organiza Biblioteques de Barcelona, no había mejor candidato que el mayor cervantista vivo. Poco antes había recibido el homenaje del congreso “Cervantes, el Quijote y Barcelona”, impulsado por su discípula Carme Riera.
En el ayuntamiento Riquer habló unos veinticinco minutos. Fue, creo, la última de sus intervenciones públicas de una cierta amplitud. Sabíamos que no quería extenderse demasiado. Se cansaba. Pero estuvo agudo y divertido, rememorando sus lecturas clásicas, las prácticas –el Diccionario de la RAE al que volvía una y otra vez– y las policiacas –sobre todo Conan Doyle–. Recordó a los trovadores que recitaban “para conseguir prestigio”, y el curioso caso del “corazón rustido” de Guillem de Cabestany, que un marido celoso dio de comer a la esposa que le engañaba con el poeta después de asesinarle. “Tras revelarle la situación, le preguntó: ‘¿Qué te ha parecido’. ‘Tan exquisito que no volveré a comer nada más’, dijo ella antes de lanzarse por la ventana”. El público asistía fascinado y le dedicó una espléndida ovación.
En los textos de Riquer abundan las escenas de crueldad medieval como esta. Están muy presentes en su recopilación de testimonios directos Reportajes de la historia. Allí recoge el de Pere Miquel Carbonell sobre el atentado contra Fernando el Católico el 7 de diciembre de 1492. Un nativo del Vallès, Juan Canyamàs, le hirió de gravedad con su espada en las escaleras del palacio real. Era un desequilibrado, y aunque el monarca le perdonó, el Consejo Real optó por un castigo ejemplar: le subieron a un carro y le pasearon por toda Barcelona, cortándole un trozo de cuerpo (manos, brazos, ojos) en cada esquina importante; finalmente el pueblo apedreó lo que quedaba (?) de él. Una historia tremenda.
No sé que hubiera dicho Riquer del veto municipal al rodaje de la serie Isabel– donde se relatará este episodio–, en sus interiores naturales. Las justificaciones esgrimidas son tan etéreas que todo el mundo da por supuesta la pura y dura censura ideológica de un alcalde nacionalista contra una serie “imperial”. Espero que no sea así. Pero en cualquier caso el actual ayuntamiento parece practicar un puritanismo cultural asimétrico: cuando se ha bendecido entusiásticamente la envoltura de la estatua de Colón con los colores del Barça, no suena muy sincero poner pegas de rigor histórico a una correcta ficción televisiva en la que intervienen actores catalanes tan buenos como Ramon Madaula. Aunque su argumento incluya la creación de España.