Castigo a la tozudez
Balzac ilustra cómo las revoluciones implican confusión e inadaptación
Hay periodos de la historia de la humanidad en que andamos despistados. Se nos desmontan los sistemas y ya no sabemos hacia dónde ir. O quizás es que los humanos somos así de inadaptados y tenemos tendencia a creer que siempre nos toca una etapa confusa. Después, con la edulcoradora perspectiva histórica, podemos convenir que durante la caída del imperio romano , la del Antiguo Régimen o la del comunismo tampoco había quien se aclarara. De esta sensación nos habla Honoré de Balzac en El gabinet dels antics, novela publicada en 1838 como folletín en un diario.
El libro nos sitúa en uno de esos entornos que tanto gustaban al escritor francés, una ciudad de provincias con unas estrecheces que multiplican los vicios humanos y, como él dice, nos acostumbran a la astucia de la vida monacal. Nos cuenta la vida del resistente marqués de Esgrignon que, terco como una mula –aunque la comparación no se corresponde con su estatus– se resiste a creer que en Francia ha habido una revolución –la Revolución Francesa, poca broma– y que la Restauración napoleónica tampoco contará con la nobleza del Ancienne Régime. Su peor pecado es malcriar un hijo tardío cuya madre muere en el parto. El chico es educado también por la hermana solterona del marqués, una reprimida que lo remima hasta unas consecuencias funestas. El joven va creciendo convencido de que su noble linaje le otorga todos los derechos y es arrojado a la vida adulta, la corte de París, donde da con unos ambientes mundanos que no le sientan nada bien. El chico quiere complacer a su caprichosa amante y arruina a la familia sin consideración.
¿Qué le habría pasado al marqués de Esgrignon si, en lugar de este chico tan impulsivo y tontorrón, hubiera engendrado un joven locuaz como el Tancredi de Il gattopardo? Pues que habría actuado con la capacidad de adaptación histórica de un Don Fabrizio y no con la estupidez terca del malogrado de Esgrignon, pero, claro, esta sería otra novela. Balzac no es Lampedussa. Él quiere retratar la comedia humana sin meter mucha baza.
En esta novela combina dos voces narradoras: una neutra que nos sitúa en los acontecimientos históricos con voluntad testimonial y la otra es la voz de un burgués enamorado inútilmente de la casta de la señorita de Esgrignon, que le permite jugar con una mirada más lírica y describirnos ese nuevo mundo que crece entre las cenizas de los valores aristocráticos. Esta doble mirada es la guinda de la historia de una ruina, la de los torpes de Esgrignons de este mundo que no saben hacer ver que todo cambia sin que, en el fondo, cambie nada de nada.