La cultura como bien común
“¿Meimporta lo que hago? ¿Te importa? ¿Nos importa, a cada uno de nosotros, lo que estamos haciendo, aquí, ahora?” Es una pregunta simple pero importante, valga la redundancia. La formulaba la filósofa Marina Garcés en el marco del ciclo de debates El sentido de la cultura que se celebró los días 18 y 19 de septiembre en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, dirigido por Antonio Monegal, catedrático de Teoría de la Literatura de la Universitat Pompeu Fabra. ¿Podría inaugurar o ser constitutiva de una cultura? Es, en efecto, una pregunta radical, una guía vital, pues abre la puerta a hacer, a comprometernos, con aquello que nos importa: con aquello que nos dota de sentido. Y eso es también la cultura entendida como bien co- mún: aquellas prácticas que nos aportan sentido, significado. Y ello desde una doble perspectiva: en tanto que somos seres inacabados, necesitados del contenido simbólico que nos proporciona la cultura, y en tanto que en la sociedad contemporánea, de capitalismo omnímodo y omnívoro, los ciudadanos estamos siendo progresivamente despojados de todo aquello que nos sustentaba, materialmente y como seres simbólicos o culturales, estamos siendo dañados de manera agresiva. En este contexto, la cultura sería el conjunto de prácticas, de gestos, de acciones, que nos permitirían tomar conciencia de nuestro ser, de nuestro valor intrínseco, no productivo, resignificarnos.
Quería poner el acento este ciclo de debates en la relevancia política y ética de la cultura. En un momento de crisis económica, de feroz competencia por los recur- sos escasos, se acentúa la visión que reduce el valor de la cultura a un problema de coste-beneficio y su defensa se centra en dos argumentos: su potencial como motor económico y como herramienta de cohesión social. Es decir, se reduce la cultura a su dimensión utilitaria, desprovista de todo potencial político y emancipador (empleando un término en desuso). Pero ¿se agota en su dimensión utilitaria el sentido de la cultura? A tenor de lo escuchado en los debates la respuesta es: radicalmente, no.
Es difícil plantear una síntesis de lo escuchado o una conclusión, que no la hubo, y probablemente resultaría sospechoso haber llegado a algo así como un consenso. De hecho, Jordi Oliveras, coordinador de Indigestió y de la revista www.nativa.cat, criticaba la falta de conflicto existente en el seno del sistema cultural, que no traduce los conflictos sociales existentes. Sí resultó interesante constatar cierta dialéctica generacional. Me explico. Si, como apuntaba Joan Miquel Gual, miembro del Observatori Metropolità BCN y de la Fundación de los Comunes, “el 15-M marca el principio del fin de la cultura de la transición”, pudimos hallar cierta sintonía entre todos aquellos que no habían llegado a lamayoría de edad cuando arrancó ese proceso en este país. Todos aquellos que han llegado a la edad adulta entre los ochenta y los noventa, cuando, como señalaron muchos de los participantes, los principales consensos sociales que venían funcionando en Occidente desde después de la Segunda Guerra Mundial entran en crisis, al tiempo que “el gran valor simbólico que la cultura había tenido hasta entonces se desplaza hacia la tecnología y la industria cultural” y quienes llegan se encuentran con un paisaje en ruinas y con la necesidad de resolver “qué hacer con los despojos”, según lo describía el comisario y escritor Jorge Luis Marzo.
Cultura común y adjetiva
Una sintonía que, más allá de reconocer la dimensión política intrínseca a la cultura y de señalar el acabamiento de un modelo, apuntaba nuevas prácticas, nuevos caminos que confluían en esa conceptualización de la cultura como bien común y como espacio de conflicto y reconocía el desplazamiento de los espacios donde se producen las