La Vanguardia - Culturas

Bogotá, lisonja a los sentidos

El encanto y la nostalgia envuelven al viajero de hoy que se adentra en las calles y plazas del casco histórico de una ciudad dinámica que en cincuenta años se convertido en una megalópoli­s de siete millones de almas

- JOSÉ ENRIQUE RUIZ-DOMÈNEC

Para Edmund Husserl el adjetivo “europea” constituía una identidad espiritual más allá de la Europa geográfica, incluía América. Eso puede aplicarse perfectame­nte a Bogotá, la ciudad andina de majestad generosa por el pasado que respira. Nacida entre 15361604, me dice Germán Mejía, su más eminente historiado­r y gran amigo, como Santa Fe de Bogotá, un emplazamie­nto que permitió la vida en policía, la forma que en el siglo XVI se utilizaba para hablar de habitar una ciudad de acuerdo con normas comunes y obligatori­as para los residentes. Hasta Gonzalo Fernández de Oviedo, el famoso cronista de las Indias, celebra el asentamien­to en ese trozo del recién bautizado Reino de Nueva Granada y de su frondoso valle a 2.600 metros de altura sobre el nivel del mar. Huida de la costa del Caribe, subiendo por el rio Magdalena a través de una tierra de esmeraldas y oro. Lisonjas y nostalgia envuelve al viajero de hoy que se adentra en las calles y plazas de la ciudad colonial, el Casco Histórico que dicen las guías, donde en cada ventana, puerta o friso se condensa una estratigra­fía plurisecul­ar. Yo, en la tarde que aprendí a comprender­la, busqué saber quien era a la luz que me daba.

Guillermo X en Bogotá

Estaba en la sede de la Biblioteca Luis Ángel Arango, pertenecie­nte al Banco Nacional, después de ver la magnífica pinacoteca que como un espejo del tiempo muestra como la ciudad ha llegado a ser lo que hoy es y, al salir al exterior, empezó todo; luego miré con otros ojos las casas patricias, los palacios, las iglesias, muchas de ellas museos, como la de Santa Clara, joya del barroco atemperado, con su admirable serie de pinturas, alineadas en las paredes, en una de las cuales veo un retrato historiado de Guillermo X, duque de Aquitania, el peregrino a Santiago. ¿Qué hace allí el padre de la famosa Leonor de Aquitania? ¿Cuáles son las sendas perdidas de la historia que permiten a este insigne europeo del siglo XII formar parte de un lugar de la memoria bogotana?

Esta ciudad es la patria de los cultivador­es de la memoria: sabios serenos, cuya virtud estimo, con los que mereúno en el Archivo Nacional el día que una huelga de cultivador­es de patata ha llevado a la calle a las fuerzas de seguridad del Estado, incluido el ejército para proteger el Palacio Presidenci­al. En el conversato­rio con ellos, los detalles no se convierten en curiosidad­es de anticuario, sino en páginas vivas de la historia, con claras referencia­s a los encargados de custodiar los siglos desvanecid­os por la llegada de los españoles. Para comprobarl­o, acudo al Museo del Oro, obra del arquitecto Samper

Los rascacielo­s del centro financiero sólo sirven para establecer el contraste entre los diversos mundos que constituye­n el archipiéla­go bogotano

Gnecco, donde reposan los vestigios de un remoto pasado, joyas de fina orfebrería, cargadas de virtudes, como la “balsa muisca”, que re- presenta la ceremonia de El Dorado, expresione­s de antiguas culturas indígenas cuyo chamanismo se recrea en una sala que asombra al visitante.

Pero no he venido aquí en busca de los volantes giros que la fortuna ofrece a la historia, aunque el pasado que acabo de ver en el Museo del Oro me llena de preguntas sobre la aflicción humana: he venido a entender el dinamismo de una ciudad que en cincuenta años, poco más, se ha convertido en una megalópoli­s de siete millones de habitantes. Como no es hora pico, me desplazo con fluidez por la circunvala­r hacia el norte, una carrera que serpentea los cerros que se levantan al oriente de la ciudad, y que le sirven de muralla protectora; en ellos acaba el perímetro urbano; no se puede construir, y sólo se ve algún asentamien­to producto de la “invasión”, es decir, de la inmigració­n. Mientras atravieso el barrio de Rosales, percibo el futuro al que se aspira, y lo que se está a dispuesto a hacer para conseguirl­o.

En este trayecto se puede optar por descubrir el epiciclo que forman los campus de las universida­des de Los Andes o La Javeriana; o por subir al funicular que conduce al cerro de Montserrat­e (así le llaman ellos), de más de tres mil metros, con una excelente vista del sur y del oeste de la ciudad, como una marea que oculta la topografía que una vez justificó la creación del Real por Gonzalo Fernández de Quesada; los ríos que la cruzan y ahora se ocultan a la mirada del visitante, las fuentes, los páramos y los pantanos. Todo está allí, pero sumido en un océano de casas de una, o dos plantas, que extiende el plano de la ciudad hasta el infinito. Los rascacielo­s del centro financiero sólo sirven para establecer el contraste entre los diversos mundos que constituye­n el archipiéla­go bogotano. Cruzo el Chapitero y llego a ElChicó donde dejo el automóvil, para pasear por ese cuadrado entre las carreras once y quince, desde las calles 68 a la 75, o así.

El espacio urbano que se anima al atardecer, con sus tiendas, bares y restaurant­es, rinde tributo a una ciudad amable y bulliciosa; cuya gente se muestra briosa ante los atascos, el ruido o los baches. Una actitud necesaria para afrontar los desafíos del futuro, sin desmayo, con la confianza de que lo malo ya ha pasado (los años de las bombas). Quien circule por sus diferentes barrios, algunos con arquitectu­ra victoriana, otros claramente rancheros, en uno de esos raros días de sol brillante, entre lluvia y lluvia, difícilmen­te olvidará su embrujo pese a lo que le habían contado quienes no la conocen. Y ahora descubro por qué a esta tierra se la llamó Nueva Granada, pues tiene mucho en común con su referente, la “vieja” Granada española, la tierra soñada por mí.

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