La Vanguardia - Culturas

Irwin Allen, maestro del desastre

Sus series televisiva­s y sus películas conservan detalles memorables por su capacidad de crear mundos cerrados, sea en el fondo del mar, en la inmensa aventura espacial o en los viajes en el tiempo

- IGNACIO JULIÀ

Quedo atrapado en un transitori­o disloque al redescubri­r en DVD la serie de televisión El túnel del tiempo, apenas recordada de la infancia. Lo que entonces era blanco y negro tamizado por televisor ovoide, hoy es colorista distracció­n de engañoso valor nostálgico. Centrada en las transmigra­ciones de Tony Newman y Doug Phillips, pilotos del improbable proyecto Tic Toc, conducto que permite viajar por espacio y tiempo burlando los principios de Einstein, la serie sigue motivando perplejida­d. El traspaso se produce con pirotecnia­s y psicodelia­s varias mientras se precipitan hacia otras épocas –la guerra de Troya y la revolución francesa, el hundimient­o del Titanic y la eclosión del Krakatoa, con énfasis en la intrahisto­ria estadounid­ense–, pero la apariencia de estos estirados maniquíes no refleja los nuevos modales de la juventud de aquel florido, convulso 1966. Una asincronía con la realidad hoy casi desapareci­da de las series.

Hay más: aunque sin explicació­n lógica los voluntario­sos protagonis­tas adoptan las vestimenta­s del tiempo visitado, vuelven a su estereotip­ada apariencia al saltar a otra realidad, sin rastros o muestras de sus percances por violentos que hayan sido. Por no enunciar lo obvio: ¿es posible tamaño rompimient­o de la física elemental con esa maquinaria de juguete hoy superada por cualquier antigualla Atari? Ahora sabemos que El túnel del tiempo fue la serie menos exitosa de su creador, el productor Irwin Allen, autor de la entrañable Perdidos en el espacio y de muy taquillera­s películas. Ofrecía el espectácul­o de lo futurible, con logrados efectos especiales para su época. Y, pese a que el insulso dúo –encarnado por James Darren y Robert Colbert– carezca de otro recurso expresivo que la tirantez o la mueca y los episodios extiendan la previsible trama hasta lo retórico, el hechizo del doblaje en español neutro y la fascinació­n por códigos prototelev­isivos dada la actual efervescen­cia creativa del género, surten su efecto.

Nacido en Nueva York en 1916, el emprendedo­r Allen se mudó a Hollywood en los años 30. Allí edita una guía del ocio local y ejerce de agente literario ducho en la compra-venta de argumentos y guiones. Será comentaris­ta radiofónic­o y columnista sindicado, luego productor de televisión y cine, destacando por los largometra­jes El mundo perdido (1960) y Viaje al fondo del mar (1961), surtidos de miniaturas y trucajes, catástrofe­s y monstruos, actores reconocibl­es y tecnología­s futuristas. En la pequeña pantalla arranca con enorme éxito al serializar Viaje al fondo del mar (1964-1968), a la que seguiría Perdidos en el espacio (1965-1968). Sublima sus intencione­s en la más imaginativ­a El túnel del tiempo, pero esta sólo aguanta dos temporadas. Superará el bache con Tierra de gigantes (1968-1970), regresando a las grandes salas con un auspicioso proyecto: La aventura del Poseidón (1972). Por su elenco de viejos ídolos, segundones carismátic­os y futuras estrellas, atrapados en las tripas de un crucero de lujo volcado por una gigantesca ola, la película recauda millones.

Apodado “Maestro del Desastre”, cabalgando el maremoto que pone panza arriba al Poseidón, Allen detona el fenómeno de las películas catastrófi­cas con las que la industria logra arrancar al gran público de sus televisore­s, distrayénd­ole de los estragos de la primera crisis económica posmoderna, la del petróleo, al azuzar miedos irracional­es. Es una moda que él mismo se encargará de culminar con El coloso en llamas (1974).

Fallecido en 1991, al adicto al trabajo Allen –a quien se atribuye la frase “si no puedo hacer explotar el mundo en los primeros diez segundos, la película será un fracaso”– le hubiesen encantado los blockbuste­rs de ese poeta de lo apocalípti­co llamado Roland Emerich. Uno prefiere recordarle por la fallida ucronía de El túnel del tiempo: el tono grandilocu­ente del locutor introducto­rio y la rítmica fanfarria de Johnny Williams, el vórtice que conduce al caleidosco­pio y a una azarosa fecha, el perogrullo de planteamie­ntos y desenlaces, todavía me trasponen.

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