Joan Perucho, trayectoria integral
Ala obra de Joan Perucho, que publicó su primer libro –el poemario Sota la sang– en 1947, le ha costado mucho conquistar un territorio propio en la historia de la literatura catalana, desplazado como un objeto mal identificado. Son muchos los factores para explicarlo. Todos van apareciendo en la abrumadora suma de conocimientos que ahora Julià Guillamon, tras años de lecturas y relecturas, de entrevistas e investigación en los archivos, pone al alcance del lector. Este volumen tan bien ilustrado, tan detallado, es una biografía de estilo clásico –una vida y obra nada rígida– que rehace la trayectoria integral de Perucho –desde el niño del barrio del Putget hasta el articulista maniático de los últimos tiempos, situando su clímax con la publicación de Llibre de cavalleries (1957) y Les històries naturals (1960)– pero que además enriquece de manera más que significativa el relato de la cultura catalana a lo largo de la posguerra, especialmente de dos épocas: la oscura década de los cuarenta, entre falangistas y resistentes, y la efervescente modernidad ansiosa de los sesenta.
Tal vez, siguiendo uno de los hilos tramados por Guillamon, podría fijarse el momento cuando se jugó la suerte de Perucho como autor canonizable. En diciembre de 1959, como cada año, se concedió el premio Joanot Martorell –el actual Sant Jordi–. Perucho se había presentado con Les històries naturals. Era una apuesta que, si salía bien, potenciaría el cambio que quería consolidar. A pesar de que siendo jovencito, durante la guerra, había escrito algunas prosas (inéditas hasta ahora), su prestigio en el pequeño mundo de la literatura catalana lo había conseguido como poeta que se había estrenado estableciendo una intensa consanguinidad con la angustia de los su- rrealistas de Dau al Set. De los universitarios letraheridos que se habían congregado en torno a la revista Ariel (cuya intrahistoria, con pugnas incluidas, se explica aquí con un magnético nivel de detalle desconocido), él, a pesar de ser actor secundario, había sido avalado por dos figuras por las que se sentía verdadero culto: Carles Riba y Salvador Espriu. Tanto a Riba como a Espriu les había parecido bien que aquel joven que se ganaba la vida como juez se presentara a uno de los premios Ciudad de Barcelona, sistemáticamente boicoteado por los escritores que hacían del silencio una forma de denuncia. Como documenta al biógrafo, en un capítulo magnífico para conocer la olvidada cultura oficial de la ciudad franquista, el premio se había instituido para conmemorar la entrada de los nacionales en Barcelona. En 1954 él lo ganó con los poemas de El médium.
Prometedora posición
De los literatos que forjaron su carrera ya en posguerra, ninguno parecía tener una posición tan pro- metedora como Perucho. En 1956, durante un viaje a París, descubre la obra de Lovecraft, que le dará algunas claves para transformar en prosa narrativa una imaginación que hasta aquel momento se había expresado en verso. A los happy few, tal como se puede recorrer por las cartas que recibió (hay una memorable de Jordi Sarsanedas), les pareció que con aquella metamorfosis Perucho adquiría una potencia como prosista moderno más que considerable. La progre- sión de esta ambición, aliada a un tratamiento denso y original del imaginario fantástico de caballeros y vampiros que lo hermanaba con Álvaro Cunqueiro, podría haber tenido su consagración con el reconocimiento por parte del sistema literario. Pero a finales del cincuenta el compromiso realista empezaba a ser el criterio cualitativo determinante. El 1959 Ricard Salvado ganó el Joanot Martorell. “Una nueva generación de autores jóvenes había sustituido a los jóve-