La gran interrupción
Laserie producida porHBO y basada en la novela de Elizabeth Strout, se ha convertido en poco tiempo en uno de los referentes del nuevo modo de contar las cosas que está proponiendo la ficción norteamericana
¿Es Olive Kitteridge una miniserie o un filme para televisión dividida en cuatro capítulos? Quizá la respuesta no importe demasiado, pero la pregunta en sí proporciona muchas pistas que pueden ayudar a comprender eso que muchos llaman ya la “nueva ficción americana”. Por supuesto, hay películas concebidas para el cine de tres o de cuatro horas de duración. ¿Por qué Lisa Cholodenko, cineasta de prestigio y responsable de largos como Los chicos están bien (2010), se ha decidido entonces por ese formato? Quizá porque, en este caso, no le importe tanto la progresión narrativa como la prolijidad descriptiva. En efecto, la vida de Olive (Frances McDormand en una asombrosa transformación, más que interpretación) es una sucesión de repeticiones, una serie de pequeños sucesos que poco a poco conforman su existencia: cada día da clases en la escuela de su pueblo, cocina para su marido y su hijo, de vez en cuando piensa en su amante y, cuando envejece, pasea por el bosque, acude a visitar a su nieto, cuida de su esposo. Siempre con mal humor, sin ganas, a regañadientes. La vida es eso, para Olive: algo que hay que soportar mientras estamos aquí, y sólo su encuentro con Jack Kennison (Bill Murray), ya viuda, le proporciona una imagen de sí misma con la que poder convivir. La vida es esa inmovilidad y también esa depresión cotidiana, ese no saber qué hacer con las cosas, ese tumbarse en la cama sin otra ocupación que mirar el techo de la habitación…
Diríase que, en la ficción americana, ese tipo de relatos se ha trasladado ya a la televisión. En el cine, si no se es Paul Thomas Anderson o James Gray, se necesita otro rit- mo, otra manera de caminar por la narración. Sobre todo no debe haber cortes ni interrupciones. En cambio, una miniserie como Olive Kitteridge se basa precisamente en la interrupción. Y no sólo porque un capítulo termine y empiece otro, sino porque en el interior de cada uno de los episodios todo queda interrumpido a la vez que fluye, pues en el fondo se trata del fluir cotidiano, que está hecho de tantas cosas inanes que al final tienden a confundirse. Olive, en el primer episodio, se dirige al bosque con la firme intención de suicidarse. ¿Lo hará? Se puede decir que toda la serie consiste en esa gran interrupción que nos deja suspendidos como espectadores mientras nos enteramos de su vida, hecha igualmente de largas pausas. Pues la vida de Olive es también una digresión, como el propio relato de su peripecia. ¿Qué importa más, su marido(Richard Jenkins, cuyo modo interpretativo es ya una digresión en sí mismo) o su amante? Da lo mismo, pues uno forma parte del día a día y el otro de un pasado que no se nos cuenta, sino que se da por hecho. Lo que aparece en pantalla no es el amor, ni la pasión, sino los tiempos muertos que han dejado y que acaban convirtiéndose en eso que se llama vida. Cenizas y rescoldos, que ahora mismo sólo un espacio como el televisivo puede mostrar con tanto detenimiento, con tanta delectación.