Bowie poliédrico
esbozar un saludo nazi ante la prensa a su regreso de una gira. Sucumbe a las drogas, pero se regenera a tiempo. Es hábil embaucador en las entrevistas, mostrando interés personal por su interlocutor, afilando jugosas declaraciones. Y, cuando la osadía creativa daña su perfil comercial, busca la notoriedad por la vía fácil. Esa fama que, canta, “puede cubrir de mediocridad a un hombre interesante”. Su álbum Let’s dance (1983) le une entonces al selecto club de divinidades en la emergente MTV. Ya en los años 90, seguirá picoteando para aparentar, apuntándose al terror industrial o al lúdico drum’n’bass, pero ya no explora, va rezagado. Pragmático además de soñador, en 1997 será el primer músico en convertir sus canciones en activos de bolsa. Recientemente su nombre figuró en el escándalo de las cuentas de HBSC; infundadamente, aunque vive en Manhattan mantiene residencia en Suiza.
Quizá donde más claramente se resuma el método de su locura, pues siempre le persiguió la sombra de un hermano esquizofrénico que se suicidó, sea en las letras. Al adoptar la técnica cut-up instaurada por William Burroughs, Bowie agudiza su azaroso recorta y pega, y del mismo modo adoptará las Estrategias Oblicuas de Eno, tarot que ante el bloqueo creativo propone arbitrariedades. Según Jon Savage, “lo que atrajo a muchos jóvenes del cut-up era que permitía procesar y reprogramar el creciente volumen de pura información –la proliferación de medios, impresos y demás, en aquellos años– y el modo en que producía prosa que codificaba la aceleración de la época. La narrativa cut-up era veloz, asimétrica, de lógica troceada y, como un cuadro de Picasso, suponía un salto en el tejido mismo del tiempo: convertía el futuro en presente”.
“Laintención de David Bowie es empujarlo todo hacia el presente, donde la vida siempre está empezando”, reza uno de los lemas que puntúan la exposición. Hasta hoy.